León Bendesky
L
a situación institucional del país es muy delicada. El ímpetu reformador ha abarcado en un periodo demasiado corto asuntos cruciales en muy distintos órdenes. La misma Constitución ha sido modificada. En este caso, se afectó el principio que otorga el carácter de estratégico al sector de la energía: hidrocarburos y electricidad. Se redefine de cuajo el ámbito del uso de los recursos y la potestad sobre los mismos, y de ahí el marco de las políticas estatales de crecimiento de la economía y de desarrollo social.
Ahora sigue un complicado y aventurado proceso para implementar la reforma y hacerla funcional para los objetivos que de manara explícita la animaron. La transformación que se pretende en Pemex y la CFE es total, y efectivamente sólo podrán crecer el producto y el empleo si con ello se genera riqueza y de ahí, mediante un mayor ingreso, se eleva el nivel general de bienestar de la población.
Las bases de la disputa sobre los excedentes que se generen han cambiado y eso hace de la reforma una cuestión altamente contenciosa. Bien dice el refrán que del dicho al hecho hay mucho trecho. No habrá argumento alguno sobre las bondades de la nueva industria de la energía si los puestos de trabajo y los salarios no aumentan. De lo contrario, sólo habrá que contar los pingües negocios que harán empresas extranjeras y nacionales y sus gestores.
Eso es lo que está en juego. No es, por supuesto, poca cosa. Esa es su trascendencia real. Mientras tanto, se ha abierto una caja de Pandora en cuanto a la negociación de las licencias y concesiones para explorar y extraer el crudo y el gas, para la producción de petroquímicos y para generar y distribuir electricidad.
Las grandes compañías petroleras, que serán las contrapartes del Estado con sus nuevas empresas productivas como ahora serán concebidas, tienen una potente estructura económica, tecnológica y de apoyo legal. A ello habrá que enfrentarse con una capacidad negociadora a la altura de las circunstancias por parte del gobierno –en las secretarías de Energía y Hacienda– y con un reforzamiento de la estructura operativa y administrativa en las dos empresas paraestatales que necesariamente pasarán por cambios decisivos en su organización y funciones. Es imprescindible preguntarse si tal capacidad existe y cómo será ejercida. Quién vigilará a los responsables y qué cuentas rendirán. De otra manera, ocurrirá lo sabido sobre quiénes serán los paganos.
En buena medida la reforma ha convertido esto en un asunto práctico, pero que por ello está íntimamente ligado con el entramado político interno. Esto es lo que marcan las posturas frente a los cambios legales aprobados en el Congreso y así, señala frontalmente a los partidos políticos, a las decisiones que han tomado para legislar y tan relevante como eso mismo la manera en que todo esto se ha hecho. Igual ocurre con las opciones adoptadas por los medios de comunicación y con la misma sociedad, que aparece muy dividida al respecto.
De igual manera se apunta al significado económico y político de la producción y control de la energía en el terreno de la política a escala global. Petróleo, dinero y poder, como bien se sabe, son un triángulo perfectamente establecido. Es en esas tres aristas donde el modelo Pemex, que ya no era funcional, ha sido cambiado y es el nuevo modelo creado por la reforma el que se enfrenta con grandes cuestionamientos. Nadie puede decir que dichas dudas no tengan un firme sustento en la experiencia ciudadana de las pasadas cuatro décadas.
La fragilidad institucional es, por supuesto, más extensa que la abierta en el campo de la energía. La reforma política significa, igualmente, que se ha creado una nueva dimensión del ejercicio del poder y que representa la reformulación del sistema democrático. Este no es ahora más abierto, competitivo y plural, y de ahí su sentido radical.
El asunto no concierne sólo a la teoría y la retórica de la política, sino está en el centro mismo del ejercicio real del poder en el país, de su rigidez y su flexibilidad al mismo tiempo, y que lo hace tan funcional en donde debe serlo. También tiene que ver con sus debilidades, que no son pocas.
Se vincula con las vueltas que ha dado la llamada alternancia y su legado 12 años después. Nunca fue tan efectivo el PAN en el poder para avanzar su visión ideológica como la que ha lanzado contra el monopolio de Pemex, aunque sea bastante permisivo con los potentes oligopolios privados que predominan, como lo ha sido ahora aliado de facto con el nuevo gobierno.
Los partidos en el Congreso y sus líderes se sirvieron con la cuchara grande para garantizar su subsistencia política. Cualquier renovación de los personajes asentados en sus privilegios se ha obstaculizado. La institucionalidad de la democracia, incluido el vapuleado IFE, que ha quedado moribundo, está agrietada de modo terminal. Karl Popper podría escribir un largo y estimulante apéndice sobre este caso de quehacer político para su influyente tratado sobre los críticos de la sociedad abierta.
Las reformas se han hecho en un entorno social y político en el que persiste una de las grietas más graves: la que atañe a la inseguridad. Ésta no sólo permanece, sino que no se abate ni un palmo. Reconstituir las condiciones de la seguridad habría de ser la prioridad del Estado. Sobre esa inseguridad batiente no se puede construir nada duradero para la sociedad ni pretender una legitimidad suficiente del gobierno.
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