28 de julio de 2013

Cabezalcubo Pinche celular - Jorge Moch

Cabezalcubo:
Jorge Moch
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Pinche celular

Millones de mexicanos (no todos los que debiéramos en términos de modernidad) utilizamos telefonía móvil y transferencia de datos por internet. El celular y sus parientes, como las tabletas, llegaron para quedarse. De ser extravagante, estorboso artilugio propio de crasos –hace tres décadas poseer un teléfono portátil de maletín o en el auto era presumir muchísimo más dinero que el resto de la perrada– se ha convertido, malamente, en artículo de primera necesidad: la canasta básica contiene huevo, aceite, un kilo de arroz o sopa de pasta… y un teléfono celular. En un país de analfabetas funcionales, de mediocridad generalizada por escuelas “patito” y trabajo mal pagado por empresarios cuentachiles, tener el último alarido de la tecnología telefónica, el celular de marca, el más caro y el más popular es inefable indicativo paradigmático de éxito. Épsito en un país de consumidores de pecsi.

Todos los mexicanos sabemos que el gran beneficiario de la turbia privatización salinista de la paraestatal Telmex es el connacional más rico, y uno de los seres humanos con más dinero del planeta, porque Carlos Slim es ducho para los negocios, pero mucho gracias a nosotros, históricos usuarios forzosos de sus compañías telefónicas, de Telmex y de Telcel, el emporio de telefonía celular más poderoso del país (domina setenta por ciento del mercado). Así que sería lo mínimo deseable recibir, si no un trato preferencial por parte del empresario y sus emporios, sí por lo menos aquello por lo que nos cobra. Carísimo, por cierto. Los mexicanos pagamos mucho más que en otros países por servicios de telefonía e internet. Y raramente entregan las compañías telefónicas aquello que nos ofrecen y que sobradamente cobran: ni calidad de servicio telefónico ni en velocidad ni en ancho de banda. Según datos de la neolibérrima Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), reiterados desde 2005 hasta la fecha, los mexicanos pagamos a Slim y sus competidores, Iusacell, de los Salinas (otros beneficiarios y parientes, también, de las turbiedades privatizadoras del salinato), Movistar et al cuarenta y siete por ciento más por el acceso a internet que en otros países, pero además por un servicio en el mejor de los casos veintisiete por ciento menos eficiente. Y encima restringido: el más reciente acuerdo subrepticio entre telefónicas y proveedores de internet en México eliminó los paquetes ilimitados de internet, de uso corriente en otros lugares. Primero se ofrecieron solamente opciones de 10 Gigas y ahora se ampliaron hasta 30, pero cobrando por las ampliaciones de memoria cifras demenciales en un país con cerca de la mitad de la población viviendo en umbrales de pobreza: un paquete de 30 Gb de Telcel, que es lo más parecido al servicio ilimitado del que algunos usuarios gozábamos antes, cuesta la friolera mensual de mil 700 pesos. La misma OCDE establece los parámetros infamantes del abuso de los empresarios en México: mientras en México el promedio de megabit por segundo (Mbps) ronda desde los 18 hasta los 155 dólares mensuales, en países donde el servicio es casi impecable en cuanto a velocidad y ancho de banda, como Japón o Finlandia, el costo es de .05 dólares o .07 dólares mensuales. Así de brutal la diferencia. Si el proveedor afirma que entrega velocidades de 512 Mbps créanle… uno por ciento o menos. Y no lo digo yo, sino el medidor de servicio de la Comisión Federal de Telecomunicaciones, que si bien ha probado no servir para gran cosa, al menos para eso sí: para documentar cómo y cuánto nos esquilman Slim y sus colegas (pruebe su ancho de banda en http://www.micofetel.gob.mx). Hago la prueba al escribir esto, y en lugar de una velocidad de descarga –prometida– de 1 Mb recibo un promedio de… 0.061. Es decir:  mi proveedor de internet simplemente me roba. Me cobra diez manzanas y me escupe ni medio gajo. Y masticado, magullado, podrido: en lugar de ancho de banda de 512 Kbps recibo apenas 15. Robo en despoblado que he denunciado varias veces para que no suceda absolutamente nada.


Porque la autoridad, la Secretaría de Comunicaciones, la Comisión Federal de Competencia o la Procuraduría Federal del Consumidor están allí de “gestoras” de buena voluntad, de meras observadoras, de nada. De adorno.

Y uno acá, con llamadas ruidosas, servicio intermitente, constantes interrupciones y eso sí: una vocinglería publicitaria sin parangón y sin límite o recato. Y con ganas de agarrar el pinche teléfono y regresárselo al dueño de la empresa que me lo vendió, por salvo sea su rinconcito. Dejen que me lo encuentre
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