A cinco semanas de la entronización cívico-militar de Enrique Peña como administrador de los intereses de los poderes fácticos y el capital transnacional, el arranque de la nueva era del Partido Revolucionario Institucional (PRI) arroja pocos datos duros. A escala práctica, lo más visible en la transición ha sido el protagonismo del embajador de Estados Unidos, Anthony Wayne, con eje en la agenda de seguridad y la contrarreforma energética. También algunos ajustes retóricos en el discurso oficial de turno, di
rigidos a promover la amnesia histórica y la destrucción de la memoria, y la reaparición de los halcones como grupo de choque del Estado, combinada con el uso de las balas de goma por los fusileros de Manuel Mondragón y Ángel Osorio Chong, con la complicidad de Marcelo Ebrard.
En el plano simbólico, destaca el hecho de que en el momento de su entronización en el Congreso, fue el general comandante de estado mayor quien le acomodó la banda presidencial a Peña y no un representante de la soberanía popular. Aunque en rigor, como ocurrió hace seis años en Los Pinos, la ceremonia de transmisión del mando se dio al filo de la medianoche en Palacio Nacional, cuando en un singular evento protocolario Felipe Calderón entregó la bandera a su sucesor, y Peña procedió a tomar protesta a los nuevos responsables de las fuerzas armadas y del gabinete de seguridad nacional, en una ceremonia más militar que civil, homosintonizada a través de la cadena monopólica mediática privado-estatal.
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