Describe mujer calvario a manos de militares
Reforma | 16-01-2012 | 07:30
Distrito Federal— Para Miriam Isaura López Vargas, el inicio de 2012 es, simplemente, la continuación del calvario de abusos que denuncia estar sufriendo a manos de militares.
Todo comenzó a principios de 2011, cuando envió un correo electrónico al departamento de atención ciudadana de la Sedena en el que acusaba a un coronel del 67 Batallón de Infantería a cargo de un puesto de control en Ensenada de amenazarla con disparar contra su auto en una revisión.
El 2 de febrero del mismo año fue detenida por hombres encapuchados que portaban armas largas, quienes la trasladaron a Tijuana con los ojos vendados.
Ahí, en lo que después reconoció como el "cuartel Morelos", estuvo retenida una semana.
Según su testimonio, fue torturada, violada y amenazada para que confesara ser "La Chilaquila" y estar con los Arellano Félix.
Tras 80 días de arraigo en el DF, Miriam fue liberada y trasladada en un avión oficial a Tijuana, donde el 26 de abril, apenas aterrizó, fue nuevamente detenida.
Cinco meses después, fue liberada por falta de pruebas.
'Deja de moverte o te corto la mano'
El automóvil Focus negro conducido por Miriam López Vargas avanza sobre la avenida Juárez. Una camioneta blanca de doble cabina aparece de pronto. Da un girón y le cierra el paso. Bajan dos hombres encapuchados y vestidos con sudaderas negras y pantalones de mezclilla. Llevan armas largas en las manos.
Miriam, que en un par de días cumplirá 28 años de edad, frena para no estrellarse. Se da cuenta que van por ella cuando escucha el golpeteo de los rifles en su ventana.
Es día de La Candelaria, 2 de febrero del 2011, y los hechos ocurren en el centro de Ensenada, Baja California, donde Miriam recién desayunó en el restaurante El Potrero con Alfonso Ladrón de Guevara, su pareja, y un par de amigos.
Se habían despedido minutos antes. Ellos irían a su trabajo, ella a recoger un celular que dejó en reparación, para luego pasar por sus tres hijos a la escuela. Antes de despedirse de Alfonso quedaron de verse en casa para comer.
Cerca de ahí, Gardenia de la Toba Valenzuela ha llegado a la zapatería Tres Hermanos, donde trabaja. Le toca abrir el local.
Mientras quita los candados de la cortina escucha el frenón del auto. Voltea y ve a los hombres manotear alrededor del automóvil negro y a la mujer en su interior cubrirse la cara con las manos. Pese al miedo, Gardenia no corre. Se queda quieta y ve a uno de los encapuchados apuntarle con el arma a la mujer.
"¡Quita los seguros", le ordena uno de los hombres. Miriam titubea, pero finalmente obedece.
Desde la banqueta, Gardenia ve a un hombre jalar del brazo a la mujer y subirla en el asiento trasero de la camioneta. Otro rodea el carro y maneja. Adentro va Miriam con los ojos vendados y la punta del arma clavada en el cráneo. Si grita, le disparan.
La detención queda grabada en las cámaras de la Secretaría de Seguridad Pública de Ensenada. El operador del Centro de Control, Comando, Comunicación y Cómputo (C4) registra que una mujer vestida con sudadera rosa y pantalones de mezclilla fue detenida a las 9 horas con 53 minutos y 43 segundos.
"Me acaban de secuestrar", piensa Miriam mientras el auto avanza.
En el trayecto, el tipo que va a su lado revisa su bolsa, busca credenciales y comprueba que la mujer rubia, de cara redonda color apiñonado y grandes ojos cafés es a quien buscan.
A ciegas, Miriam, intenta hacer un mapa mental de la ruta. Transcurre como una hora desde que la detuvieron y registra el cruce de tres casetas de cuota. Desde la oscuridad calcula que han llegado a Tijuana.
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El teléfono suena en casa de Alfonso. Contesta y escucha una voz de mujer del otro lado de la línea.
"Estoy detenida. Estoy arraigada en México", le dice Miriam.
Le cuesta identificar en esa voz a la mujer con quien ha compartido 6 años de su vida. Se escucha alterada, confusa.
"Soy Miriam ¿Cómo están los niños?.
Alfonso está sentado en la mesa de la cocina. Acaba de llegar a casa del puerto de Ensenada donde es responsable del mantenimiento de máquinas.
Han pasado 10 días desde que desayunaron juntos, sin saber nada de Miriam. Imaginaba lo peor. Que la habían secuestrado, que murió sin ser identificada. Recordó que pelearon y pensó que lo había abandonado.
Al escuchar su voz siente un súbito alivio, pero pronto la inquietud le revuelca el alma. ¿Detenida? La conoce, su rutina es como un reloj, llevar a los niños a la escuela, trabajar en casa, recoger a los niños, comer en familia, hacer juntos la tarea, visitar a su madre los fines de semana y de vez en cuando ayudar a su ex cuñada a vender ropa.
Al teléfono, Miriam habla lento. Su voz está aletargada por tantas pastillas Tafil que le han obligado a tomar los médicos del Centro de Arraigo para prevenir un eventual suicidio.
Explica que la detuvieron militares, que intentaron asfixiarla, que la llevaron en un avión a la Ciudad de México. No puede contar más. Los tres minutos de la llamada a la que tiene derecho han terminado.
Alfonso cuelga. Tarda en reaccionar. Los niños de 11, 10 y 8 años viven con su tía desde la desaparición de Miriam. Está solo.
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Ha pasado poco más de una hora desde que Miriam fue detenida. La camioneta se detiene. La bajan y la obligan a caminar. La grava cruje bajo sus pies; luego siente la dureza del asfalto.
Sube un escalón grande y uno pequeño.
"Estamos cruzando una puerta", piensa.
La meten a un cuarto. Pide permiso para orinar y le desatan las manos para bajarse los pantalones. Entra al baño, cierra la puerta y se descubre los ojos. Mira alrededor y ve un cuarto pequeño, sin ventanas, con una regadera y un cepillo y pasta de dientes usados sobre el lavabo. Busca una pista para saber el lugar donde está. Los golpes en la puerta la hacen reaccionar.
"¡Abre, abre", gritan desde afuera y una patada derrumba la puerta.
Ocho hombres vestidos con uniforme militar camuflado, dos de ellos con pasamontañas, están del otro lado.
Miriam los mira apenas unos segundos y siente un instante de calma. No está secuestrada. Luego, un escalofrío le corre por el cuerpo. La tienen militares.
"¡La carta", recuerda.
Tres semanas atrás, el 10 de enero del 2011, Miriam escribió una carta a las oficinas centrales de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) para quejarse de amenazas en su contra por parte de soldados del retén Loma Dorada, ubicado junto a casa de su madre en las cercanías de Ensenada.
Cada que la visitaba debía cruzar por el puesto de control, a cargo del 67 batallón de infantería, y era sometida a revisiones de hasta casi una hora. Alguna ocasión habían desvalijado los asientos de su auto y tuvo que pagar la reparación. La última vez se quejó de las revisiones y un coronel la amenazó con disparar a las llantas de su auto cuando volviera por ahí.
"Por favor ayúdenme u oriéntenme para ver qué puedo hacer. Yo en ningún momento he hecho cosas fuera de la ley y puedo comprobar mi manera de vivir que es honrada", señaló en su carta.
El 25 de enero abrió su correo electrónico y encontró una respuesta de la Oficina de Atención Ciudadana de la Sedena. En un par de líneas le indicaron que tomaban nota de su queja y que se investigarían los hechos.
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"Deja de moverte o te corto la mano", le advierte uno de los militares. Sin darle tiempo de protestar, le jala la muñeca y la raja con una navaja. La sangre sale a borbotones.
En el cuarto donde Miriam está detenida hay una silla y un colchón en el piso. La arrojan ahí con los ojos vendados y las manos amarradas.
"¿Conoces el rompecabezas? Pues tú eres la última pieza de un rompecabezas. Sabemos a lo que te dedicas. Ya te echaron de cabeza las personas con las que trabajas. Más te vale cooperar", amenaza otro militar.
Miriam siente un trapo mojado sobre la cara. Jala aire con fuerza. Le cuesta trabajo respirar. Chorros de agua caen sobre su nariz. Forcejea. Siente que se ahoga. Un golpe en seco sobre el abdomen le saca el último aire que tenía. Se dobla. Quiere abrazarse. No puede. Tiene las manos atadas.
Los militares la levantan, la llevan a rastras y la sientan en la silla. Trata de recuperar la respiración. Jala aire.
Una bolsa de plástico se pega a sus fosas nasales. Siente que se asfixia. Luego, el aire entra de nuevo por su nariz antes de que la avienten otra vez sobre el colchón.
Está tirada boca arriba. Unas manos desesperadas le desatan las botas negras que calza. Le arrancan los calcetines. Una descarga eléctrica corre desde la planta de los pies a todo su cuerpo. Otra descarga. Otra más. Miriam se desvanece.
El sonido de la puerta abriéndose la despierta. Miriam escucha la voz de una mujer que pide a los militares retirarse. Se acerca, la levanta del colchón y la lleva a un sillón.
Miriam siente unas manos tibias y suaves alrededor de su cabeza. Le desatan la venda. Abre sus ojos, siente la luz. Frente a ella ve a una mujer vestida con uniforme militar. Es una enfermera. Su respiración se calma poco a poco.
"¿Cómo está?", le pregunta la militar.
Miriam no responde. La mujer saca una mascarilla de oxígeno y la coloca sobre su cara. Respira profundo una y otra vez. Descansa sus hombros, se tranquiliza. Siente calma.
La enfermera le coloca de nuevo la venda en los ojos. Se retira. Miriam se agita otra vez. Desde la oscuridad escucha que se abre la puerta.
Los pasos de los militares golpean el piso. Se acercan. Siente la respiración de los hombres cerca de su cuerpo. Se estremece. Aprieta su cuerpo. La llevan al colchón. El trapo de nuevo. Mojado otra vez. Los chorros de agua sobre su nariz. Los golpes en el abdomen. Y al final, como siempre, la asfixia.
La enfermera realiza su visita después de cada turno de tortura. En una de ellas le toma los signos vitales y le da a inhalar salbutamol, medicamento que consumen los asmáticos para facilitar la respiración.
La rutina se repite del 2 al 9 de febrero.
Al final, llegan dos hombres encapuchados, vestidos con pantalón de mezclilla y playera blanca. Tienen una cámara de video. Le dan una hoja y la obligan a leerla. Si se detiene o se equivoca la golpean en la nuca. Le muestran además unas fotografías.
"Si no dices lo que te ordenamos iremos por ellos", le dice uno de los hombres y le extiende una de las foto.
Son Alfonso y sus tres hijos afuera de un restaurante chino, donde comieron tres días antes de su detención.
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Miriam está sentada en el sillón de la habitación, ya no tiene la venda en los ojos. Pasa sus dedos entre su cabello. Se recoge el cabello en una coleta, como le ordenaron los militares.
La llevan a una oficina con escritorios y computadoras. Ahí se presenta Sayda Rafaela Román López, agente del Ministerio Público de la Procuraduría General de la República. Junto a ella, Francisco Nieto Velázquez, agente del Ministerio Público Militar, termina de revisar unos documentos que alcanza a la funcionaria.
La agente revisa los papeles sin cuidado y los entrega a Miriam. Luego, le ordena leerlos y memorizarlos para declarar cuando llegue la defensora de oficio. Se sienta frente a la computadora y dice en voz alta: "Bueno, ya sabe cómo es esto". Comienza a escribir.
Miriam la mira confundida, sin pronunciar palabra. No entiende que la mujer frente a ella escribe su declaración y no le ha preguntado ni su nombre.
Luego llega un perito que le toma huellas dactilares y fotografías de frente y perfil.
Apenas termina, llega la defensora de oficio María Dolores Moreno Calderón. Apresurada, pregunta a la MP si le falta mucho porque tiene un compromiso familiar.
"Sólo nos queda pedir clemencia al juez porque te estas echando la culpa de todo", le plantea a Miriam.
Luego, informa a la agente del MP que quiere hacer unas preguntas a su defendida.
-¿A qué cartel perteneces? ¿desde cuándo?- cuestiona.
-A ninguno- responde Miriam.
Las funcionarias la ignoran, imprimen la declaración y la defensora firma primero porque tiene prisa. Nunca más la volverá a ver.
#AMLO2012
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