El olvidado comandante Slim
Diego Enrique Osorno
Proceso | 31-12-2011 | 20:14
Ciudad de México— El joven profesor de matemáticas Manuel López Mateos entró el 22 de enero de 1975 a las oficinas de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Estaba ahí para denunciar a Miguel Nazar Haro y Julián Slim Helú por secuestro y lesiones. Ellos eran agentes del grupo policial de fama más negra en la historia de México: la Dirección Federal de Seguridad (DFS).
Al calor de la Guerra Fría –bajo cuya lógica maniquea toda disidencia era “comunista”–las acusaciones contra aquella poderosa policía a las órdenes de la Secretaría de Gobernación eran inusuales: como primera línea de defensa contra los enemigos del Estado, la DFS era intocable. Todo valía “para garantizar la gobernabilidad”.
La denuncia de López Mateos nunca se investigó.
Treinta años después, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió la Presidencia de la República. El Partido Acción Nacional (PAN) llegó al poder. La alternancia puso fin a siete décadas de monopolio partidista y se inició la época actual, de transición política.
Para investigar los asesinatos, desapariciones forzadas y otros delitos cometidos durante el conflicto al que absurdamente se le llama “la guerra sucia” (¿acaso existen “guerras limpias”?), el nuevo gobierno de Vicente Fox Quesada creó una Fiscalía Especial. De forma paralela, buena parte de los archivos de la antigua DFS se abrieron y con base en ellos se produjeron toneladas de notas periodísticas y textos académicos; libros de reflexión sobre aquellos años traumáticos, e informes especiales de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Pero de todo ello poco se tradujo en justicia. La impunidad prevaleció, ahora dispersa entre el caos “democrático”.
En uno de esos expedientes desclasificados y guardados en lo que habían sido las crujías de la antigua cárcel de Lecumberri –“El Palacio Negro”, le decían entonces–, hoy sede del Archivo General de la Nación, está guardada la reseña interna de la denuncia de López Mateos registrada bajo una averiguación previa de efímera duración: la 8430/SC/74.
El informe interno de la DFS al respecto dice:
El 22 de enero de 1975, Manuel López Mateos, (sobrino del ex presidente) presentó denuncia en la Procuraduría General de Justicia y Territorios federales, en contra de Miguel Nazar Haro y Julián Slim Helú, por los delitos de privación ilegal de la libertad y los que resulten, motivo por lo que la mencionada Procuraduría, solicita la comparecencia de ambos Nazar y Slim ante la Mesa 15 a efecto de que rinda su declaración acerca de los hechos referidos en la denuncia.
El tono administrativo de la nota tuvo una respuesta inmediata y enfática. En el mismo documento oficial, marcado con la clave 21–500–75, una nota manuscrita ponía las cosas en su lugar, indicaba las prioridades del Estado y definía lo que tenían que hacer Nazar Haro y Slim Helú ante el citatorio del Poder Judicial:
De ninguna manera se presenten, por orden superior.
Y así fue.
La memoria en donde ardía
Estreché la mano de Manuel López Mateos a mediados de 2009 en la recepción de un lujoso hospital de la Ciudad de México. Estaba ahí para revisarse el corazón.
Aquel joven –que quizá por ser sobrino del expresidente Adolfo López Mateos se atrevió a denunciar a los intocables comandantes de la Dirección Federal de Seguridad– era ahora un hombre calvo y con gafas, que tenía a su cargo la dirección de la recién fundada Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO).
Detrás de los lentes, su mirada sugería los episodios trágicos que vivió décadas atrás por los que yo quería entrevistarlo.
López Mateos se recargaba en el brazo de su esposa, que lo acompañaba mientras nos dirigíamos a la cafetería del hospital. Tras charlar de su natal Veracruz, de amigos en común y de la insurrección de Oaxaca en el 2006, le pregunté sobre su denuncia contra Nazar Haro y Slim Helú, quienes –según los archivos desclasificados– lo habían detenido bajo la sospecha de que pertenecía al grupo Unión del Pueblo, una organización armada cuyos fundadores, los hermanos Cruz Sánchez, siguen en la clandestinidad ahora y operan bajo las siglas del Ejército Popular Revolucionario (EPR), uno de los grupos guerrilleros que persisten en el México del siglo XXI, además del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
López Mateos pareció desconcertarse. Volteó a ver a su esposa y le acarició el rostro. Después me compartió su resumen de aquellos años: tras las masacres de estudiantes perpetradas por el régimen del PRI en 1968 y en 1971, aumentó el número de jóvenes que decidían encarar la represión gubernamental con grupos armados inspirados en Fidel Castro y Ernesto El Che Guevara– dijo, aunque el gobierno de Cuba, en esos años, tenía mejor relación con el emblemático policía político de la época, Fernando Gutiérrez Barrios, que con cualquier dirigente guerrillero mexicano. Me habló luego del sueño revolucionario, la liberación de México y las características autoritarias del régimen cuya esquizofrénica naturaleza (revolucionaria pero institucional) hizo que fuera definido por Mario Vargas Llosa como “la dictadura perfecta”.
En 1974, alguno de aquellos grupos guerrilleros colocó una bomba en la Facultad de Ciencias de la UNAM, donde López Mateos estudió y apenas empezaba a impartir clases de matemáticas. El acto provocó que varios universitarios fueran detenidos y llevados a los separos de la DFS, sospechosos de ser los dinamiteros. Uno de ellos fue el sobrino del expresidente.
A López Mateos lo golpearon y encerraron a partir de la una de la tarde del 29 de noviembre de 1974 y por 24 horas en la sede policial ubicada junto al Monumento a la Revolución Mexicana. Frente al mausoleo nacional en el que yacen los restos de Pancho Villa y otros héroes de la patria, el agente Miguel Nazar Haro le daba puñetazos al “sospechoso”, a quien en los archivos se le clasifica como “elemento revolucionario”, aunque durante la golpiza se le decía “pinche revoltoso”.
Era la guerra
El principal grupo guerrillero de esos años fue la Liga Comunista 23 de Septiembre. En el otoño de 1973, la organización de inspiración marxista ejecutó las dos acciones más radicales de su breve existencia: el 17 de septiembre el empresario cervecero Eugenio Garza Sada fue asesinado en Monterrey por uno de los comandos de la Liga en un intento de secuestro; un mes después, otro comando guerrillero plagió en Guadalajara al cónsul británico Anthony Duncan Williams y al empresario del almidón Fernando Aranguren Castiello. Garza Sada era un dirigente carismático de Nuevo León –el estado más industrializado del México de esos tiempos–, mientras que Aranguren Castiello era uno de los líderes empresariales más destacados de la zona occidental del país.
La Liga expresó sus demandas: a cambio de liberar a Duncan Williams y a Aranguren Castiello pedían 200 mil dólares y el traslado de 51 opositores presos a Corea del Norte. El gobierno rechazó el emplazamiento a través de un mensaje de radio transmitido en cadena nacional. Un día después, el cónsul británico fue liberado, aunque Aranguren no corrió con la misma suerte: fue ejecutado a sangre fría y su cadáver encontrado en la cajuela de un automóvil abandonado.
Los grupos económicos de Monterrey y Guadalajara ya estaban enemistados con el presidente Luis Echeverría Álvarez debido a su discurso nacionalista, a la buena relación que tenía con Fidel Castro, y a que había emprendido programas sociales que ellos veían como protocomunistas. Tras los crímenes de Garza Sada y Aranguren Castiello, arreció la disputa entre los empresarios y el régimen. Algunos líderes patronales de Monterrey desconfiaban del gobierno, incluso al grado de sospechar que el presidente Echeverría había ordenado los asesinatos de ambos empresarios y trataba de encubrirlos haciéndolos pasar como una acción de la guerrilla.
La tensión aumentó y la DFS recibió la orden de encontrar de inmediato a los autores materiales e intelectuales de los dos asesinatos para contener los reclamos empresariales y proteger así al titular del Poder Ejecutivo. La cacería de los guerrilleros se desató en invierno y no se prolongó demasiado: en los primeros días de febrero de 1974 aparecieron muertos los dos dirigentes nacionales de la Liga Comunista 23 de Septiembre que habían planeado los secuestros de los empresarios. La geografía de los hallazgos no fue casual: el cadáver de José Ignacio Olivares Torres fue arrojado en el cruce de las calles Altos Hornos y Metalúrgica, de Guadalajara... muy cerca de la casa de la familia del empresario Aranguren. El cuerpo del otro dirigente guerrillero, Salvador Corral García, apareció en un lote baldío de la colonia Fuentes del Valle, de San Pedro Garza García, Nuevo León, el municipio donde residían los deudos del empresario Garza Sada.
Ambos guerrilleros tenían señales de haber sido largamente torturados antes de su ejecución.
El tributo
Con la lectura de los archivos desclasificados de la Dirección Federal de Seguridad puede conocerse con mayor detalle la forma en que reaccionó la corporación ante los asesinatos de Garza Sada y Aranguren Castiello, y el afán con que buscó a los guerrilleros involucrados.
Los redactores habituales de la corporación eran policías anónimos con un nivel medio de estudios. Algunos tenían inquietudes literarias y una prosa de extravagante precisión, con guiños infrarrealistas. A Salvador Corral García se le describe así en uno de los reportes: “Tiene 26 años de edad. 1.63 metros de estatura. Complexión delgada. Color blanco. Pelo castaño, semi-quebrado y abundante (acostumbra peinarse de raya). Ojos negros, vivaces y profundos. Nariz roma, grande. Boca regular. Labios gruesos. Barba cerrada. Mentón agudo. El pabellón de la oreja izquierda, más abierto que el de la derecha. Medio jorobado o de espaldas cargadas. Camina en forma peculiar porque tiene los pies planos. Mueve mucho los brazos al andar”.
Otros expedientes de la pesquisa de los asesinos de Aranguren Castiello y Garza Sada tan sólo contienen notas periodísticas plagadas de eufemismos y que ofrecen poca información. Pero hay un documento, asegurado en 2005 mediante una diligencia solicitada por la investigadora Ángeles Magdaleno “para evitar la mutilación de documentos clave en los trabajos de nuestra memoria histórica”. Se trata del expediente 11–235–L6, que de la página 163 a 167 consigna la presencia del guerrillero Salvador Corral García en la Ciudad de México el 1 de febrero de 1974, donde fue interrogado “por el licenciado Julián Slim H. quien se desempeñaba como jefe del Departamento Jurídico de la DFS”.
Este documento demuestra algo que hace 30 años se dio como un hecho en los círculos opositores al gobierno, pese a que no se conocían las pruebas oficiales que lo probaran: que el guerrillero Salvador Corral García había sido detenido en Sinaloa y llevado a la Ciudad de México para ser interrogado, y que cinco días después fue asesinado y su cadáver acabó siendo arrojado en San Pedro Garza García, Nuevo León, como tributo de sangre ofrendado por el gobierno priísta al empresariado mexicano.
Un policía limpio en una guerra sucia
En 2006, tras conocerse los informes con los resultados de las investigaciones especiales de la guerra sucia, tanto de la CNDH como de la Fiscalía Especial, éstos fueron menospreciados y criticados prácticamente por todos los involucrados: por un lado, los funcionarios y exfuncionarios señalados descalificaron las conclusiones al tacharlas de “tendenciosas”; lo mismo pasó con los familiares de las víctimas y los antiguos guerrilleros, para quienes los reportes eran insuficientes y sus conclusiones encubridoras. En suma, la memoria oficial que se trató de hacer de aquellos años turbios recibió pocos comentarios encomiásticos.
En ambos informes hay reportes internos y cientos de testimonios recogidos después de 30 años. En esos documentos están las voces contundentes que confirman, una tras otra, secretos que ya no se pueden negar: el hecho de que en la DFS la tortura era un método común de investigación policial, que la DFS era la principal máquina represiva del poder y que hubo cientos de testigos y víctimas de sus atrocidades.
Luego de ser detenidas –la mayoría de las veces sin órdenes judiciales de por medio– las personas eran interrogadas con los ojos vendados y se les obligaba a firmar declaraciones y confesiones a base de amenazas, golpes y tortura con toques de corriente eléctrica en los genitales. O se les desaparecía para siempre. Son tantos los casos y tan vasta la documentación al respecto que se necesitarían entre 800 y 900 notas a pie de página para incluir a cada una de las víctimas en este reportaje.
También aparecen los nombres de casi un centenar de policías que participaron en esta guerra sucia: Arturo Durazo Moreno, Salomón Tanús, Jorge Obregón Lima, Francisco Sahagún Baca, Luis de la Barreda Moreno, Francisco Quirós Hermosillo, José Guadalupe Estrella, Florentino Ventura, Miguel Nazar Haro... Sin embargo, un nombre que nunca se menciona en los informes históricos de la CNDH ni de la Fiscalía Especial es el de Julián Slim Helú, quien ni siquiera fue citado a declarar como testigo, como sí sucedió con la mayoría de los policías de la DFS.
El comandante Slim
El 27 de mayo de 2008, a través del Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI) solicité a la PGR el expediente laboral de Julián Slim Helú sin la certeza de que realmente existiera. El 3 de julio, la Unidad de Enlace de la PGR me respondió: sí había un expediente de un policía con ese nombre, pero no podía entregarlo debido a que era información confidencial. Apelé la decisión de la PGR con el argumento de que el policía Slim Helú ya no estaba en funciones y habían transcurrido los 20 años reglamentarios para mantener bajo reserva cualquier documento catalogado como confidencial.
Convencida de que debía hacerse pública dicha documentación, la comisionada del Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI), María Marván Laborde, tomó el caso y me ayudó a ganar el recurso de revisión, un año después. El IFAI exigió a la PGR entregarme el expediente donde constaba que Julián Slim Helú había iniciado labores como primer comandante de la PGR el 16 de junio de 1983 y había renunciado el 7 de junio de 1984, una semana después de la muerte del entonces columnista político más influyente de México, Manuel Buendía Tellezgirón, asesinado por un pistolero contratado por la DFS.
De acuerdo con el expediente, Julián Slim Helú tenía el cargo de primer comandante de la Policía Judicial Federal. Estaba adscrito al aeropuerto internacional de la Ciudad de México y su clave de cobro era la No. 17007011500.0. Recibía un sueldo mensual de 21 mil 240 pesos y un sobresueldo de 7 mil 434 pesos. En el rubro de “Percepciones extraordinarias variables” puede leerse que además le pagaban una “compensación adicional por servicios especiales” de 47 mil 326 pesos”, es decir, una cantidad mayor que la cifra conjunta del sueldo y sobresueldo que recibía. En total sus ingresos alcanzaban la cifra de los 76 mil pesos mensuales. Los cheques que cobraba estaban firmados por Carlos Madrazo Pintado, hermano de Roberto, candidato presidencial priísta en 2006. Además, el comandante Slim Helú contaba con un seguro de vida por un millón de pesos, contratado con la Aseguradora Hidalgo.
De acuerdo con el documento que conseguí vía la Ley de Transparencia, Slim Helú recibió su cartilla militar el 18 de marzo de 1952, tras acudir a 50 sesiones del Ejército Mexicano y ser calificado positivamente por su conducta, aplicación y aprovechamiento. Asimismo, la cédula profesional 106050 lo acreditaba como licenciado en derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Sin embargo, la precisión de algunos datos contrasta con la oscuridad de otros. Los motivos de su salida de la PGR no quedan claros.
Nadie se acuerda del otro Helú
Julián Slim Helú falleció la tarde del jueves 17 de febrero de 2011, a la edad de 74 años. Su cuerpo fue velado en su propia residencia ubicada en calle Sierra Leona, de la colonia Lomas de Chapultepec, en el Distrito Federal. La noticia de su muerte tuvo escasa repercusión en los diarios de circulación nacional, enfocados al día siguiente en la tristeza diaria que hoy es el país a causa de la llamada guerra del narco, en más de un sentido ligada a la guerra sucia que vivió México en los setenta.
En aquella fecha, Milenio, El Universal, Reforma y La Jornada publicaron en sus portadas fotos de las 30 mil velas que se encendieron en la explanada de la UNAM, tras la primera marcha que hubo en el Distrito Federal por los (en ese momento) 30 mil muertos desde el 1 de diciembre de 2006 en que tomó protesta el presidente Felipe Calderón. Los columnistas políticos tampoco mencionaron la muerte de Julián Slim Helú. En cambio, algunos resaltaron las promesas del secretario de Seguridad Pública Federal, Genaro García Luna, de depurar a los corrompidos cuerpos policiales del país para remontar, ahora sí, la guerra fallida.
Fue Excélsior el diario que dedicó el mayor espacio a la noticia de la muerte de Julián Slim Helú, así como a los eventos luctuosos que le siguieron. De acuerdo con la crónica firmada por la redacción, en el velorio del antiguo comandante lo mismo pudo verse al exsecretario de Gobernación Manuel Bartlett que al presidente de Banamex, Alfredo Harp Helú; al rector de la UNAM, José Narro, y al presidente de Kimberly Clark, Claudio X. González; al jefe de la policía del Distrito Federal, Manuel Mondragón, y al cantante Chamín Correa.
Héctor Slim Seade, el cuarto hijo de Julián Slim Helú, actual director general de Telmex, así como su tío Carlos Slim Helú, fueron los deudos más abrazados y consolados. El sábado 19 de febrero, ambos entraron juntos al Panteón Francés, donde una carroza fúnebre transportó, a las cuatro en punto de la tarde, el cuerpo de Julián Slim Helú en un ataúd de caoba. Tras una breve ceremonia de despedida y ante pocas personas, el cuerpo del policía fue acomodado en un mausoleo.
Localizado a la entrada del panteón el monumento sobresale por el busto esculpido de Julián Slim Haddad, el patriarca de la familia de Carlos, el hombre más rico del mundo, y de Julián, el policía de la guerra sucia del que nadie se acuerda.
#AMLO2012
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