La Jornada: Tahrir: el giro de la historia
Tahrir: el giro de la historia
Robert Fisk
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Una manifestante antigubernamental muestra frente a un tanque del ejército egipcio estacionado en la plaza Tahrir una pancarta que afirma: "Perdón Obama, nosotros sí podemos"Foto Ap
L
uego de estar en Irlanda del Norte y vivir los días posteriores a la revolución portuguesa, llegué a Medio Oriente en junio de 1976 y me instalé en El Cairo con el encargo de cubrir una de las interminables negociaciones para poner fin a la guerra civil en Líbano. Pero luego de comer vegetales sin lavar en un restaurante local me dio gastroenteritis –"fiebre entérica" es una frase tallada en muchas lápidas de Raj– y pasé noche tras noche con ratas en el estómago y chorreando sudor en el lino de la cama. La primera vez que me aventuré a la calle me desmayé sobre una banca de concreto de una parada de autobuses, entre un paso a desnivel y una plaza con pasos elevados de hierro quemante, repletos de egipcios que vociferaban.
Allí estuve inconsciente durante cinco horas. Nadie acudió en mi auxilio. Desperté adolorido, seguro de que el mundo árabe debía ser un lugar duro y cruel. Hasta escribí mi renuncia al puesto de corresponsal del Times en Medio Oriente… luego de una semana de haber sido contratado. La mugre de la estación de autobuses, el olor a orines, el caliente estalinismo de concreto del edificio Mugama a mis espaldas –monstruosidad estajanovista donde día tras día buscaba la extensión de mi visa– me convencieron de que no podía trabajar en la fétida dictadura de Anuar Sadat. Mi enfermedad era lástima de mí mismo. La plaza se llamaba Tahrir. Casi 36 años después, he merodeado por este sitio como si fuera mi hogar, con sus decenas de miles de valerosos demócratas exigiendo un Egipto que ni yo ni ellos llegábamos siquiera a soñar. De hecho, muchos de los jóvenes hombres y mujeres que se acercaban a todo extranjero gritando "¡Viva Egipto!" no habían nacido cuando yo yacía en esa banca de concreto. La estación es hoy el edificio de un nuevo hotel –que ha servido de baño común en las pasadas tres semanas, el olor a orines aún está allí–; el Mugama, tan terrible como siempre, está vacío, pues sus legiones de burócratas han sido impedidos de entrar a la plaza por los revolucionarios del nuevo Egipto.
La historia ha llegado en grandes sorbos, a veces sangrientos, casi siempre valerosos, inspiradores, terribles. He descrito un círculo completo. Gracias al cielo nunca envié esa renuncia al Times. Supongo que los reporteros, al igual que las naciones, crecen; la perspectiva es un raro instinto. Lo que hace tres décadas y media eran notas para un periódico –la dictadura de Sadat pronto fue sucedida por la todavía más deprimente de Mubarak– se convirtió esta semana en una epopeya en pantalla ancha, con un elenco de millones: una historia imperecedera de libertad contra la represión del Estado.
Resulta extraño cómo el mundo del cine logra capturar la realidad. En El tercer hombre hay un momento maravilloso en el que dos oficiales británicos esperan junto a una pared en la Viena de posguerra con la esperanza de atrapar al multiasesino Harry Lime. De las sombras no surge Lime, sino una extraña criatura con unos globos en la mano, que pregunta en voz baja a los soldados si quieren comprar uno. Hace un par de semanas me abría paso boqueando por la calle Champollion, frente a la plaza Tahrir, con Cecilia Udden, de la televisión sueca. Ambos teníamos náuseas por los vapores del gas lacrimógeno, el lugar vibraba con los disparos de pistolas aturdidoras de la policía de seguridad del Estado, y entonces una figura ataviada con una túnica salió de una calle lateral y se nos acercó entre el humo, agitando algo en la mano. "¿Papiro?", preguntó en tono lastimero. "¿Una imagen de Ramsés Segundo?"
Grandes son los contrastes de la historia, y no siempre cómodos. Mi colega Don Macintyre (quien se parece a Jack Hawkings en el papel del general Allenby en Lawrence de Arabia) entrevistó a una pareja de británicos que se iba de Egipto, en el aeropuerto de El Cairo. Cuando les pidió sus nombres, ella se negó porque, dijo, trabajaba en un "departamento del gobierno" en Gran Bretaña. En la plaza Tahrir, egipcios que corrían peligro de ser arrestados al instante por los esbirros de Mubarak nos daban con orgullo su nombre completo, ansiosos por demostrar su fe en la libertad y su desprecio por la policía. ¿Qué nos dice esto sobre nosotros? El Egipto antimubarakita nos enseña una cosa; la Gran Bretaña cameronita, otra muy distinta.
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http://www.jornada.unam.mx/2011/02/12/index.php?section=opinion&article=023a1mun
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