14 de septiembre de 2006

RECUENTO DE 24 AÑOS DE POLITICAS NEOLIBERALES

El gobierno de Calderón

Encrucijada de la Sociedad Mexicana

Por: Salvador del Río (ALAI) (Fecha publicación:14/09/2006)

Más allá de las circunstancias coyunturales para el resultado de las dos últimas elecciones, es en los cambios registrados en la sociedad mexicana y su conexión con los fenómenos mundiales donde deben encontrarse las razones profundas del arribo al mando de la administración de una nueva clase y de la composición de las fuerzas políticas en la época actual. Desde esta perspectiva, la transferencia del poder de un partido a otro aparece no sólo como la derrota de un candidato, ni como el mero triunfo de una de las propuestas por sobre la prevaleciente desde décadas atrás, sino como la manifestación de una situación económica y social imperante cuya presencia influye, casi fatalmente, en la preferencia de los electores.

En México, como en otras partes del mundo, la desaparición de la bipolaridad a fines de los años ochenta y aun antes, con el resurgimiento del liberalismo económico disfrazado con el sufijo neo, se desplegó una corriente de pensamiento derogatorio del concepto de un Estado participante, no obstante sus extendidas características de economía mixta. La participación del Estado fue considerada cada vez más aproximada a los regímenes socialistas y por ello una amenaza a la inversión privada, a la que se comenzó a atribuir cada vez más la responsabilidad de la conducción de un supuesto desarrollo, en detrimento de la inversión pública. El Estado debería adelgazar y en contraparte crecer el papel de la iniciativa privada, fue la tesis.

Desde el triunfo de su Revolución y concretamente a partir de la promulgación de la Constitución de 1917, México vivió una larga etapa de presencia del Estado considerada por los partidarios del liberalismo y los críticos de la Revolución como la del Estado paternalista. La creación, en 1929, del entonces Partido Nacional Revolucionario, cumplió dos propósitos fundamentales: agrupar en una sola organización los partidos dispersos en el país cuya existencia obedecía a la influencia de los caudillos y muchas veces de los caciques regionales, y dar a la nueva organización política el papel de representante de los principios de la Revolución plasmados en la Constitución. La Carta Magna fue una especie de pacto mediante el cual la facción triunfante en la lucha armada, el carrancismo y el obregonismo representantes de una clase media emergente, cedió una parte de sus logros a las corrientes, también revolucionarias pero finalmente vencidas en la guerra civil, que reclamaban una reforma agraria y una legislación laboral tutelar de los derechos de los trabajadores. La Revolución sería conducida por esa clase media convertida en burguesía, pero con la concurrencia de las corrientes adheridas en las deliberaciones para la promulgación de la nueva Constitución. Hecho el pacto, para el nuevo partido era natural buscar alianzas con los sectores obrero, campesino y de organizaciones populares que lo legitimaran. Se formó entonces una clase política en cuyos niveles más altos se encontraban antiguos revolucionarios, líderes obreros y campesinos, intelectuales y teóricos del movimiento social cuya bandera se sostenía como factor de cohesión no obstante las regresiones y las desviaciones desde el principio de la detentación del poder.

La administración del general Lázaro Cárdenas aparece así como el paradigma de esa situación generada por la Revolución. Entre los años 1934 y 1940 se profundiza en los postulados principales del movimiento social: se aplica la Reforma Agraria con el reparto de las tierras hasta entonces tibiamente expropiadas a los vestigios de las antiguas haciendas; la legislación laboral se convierte en práctica en la relación de los factores de la producción bajo la vigilancia del Estado; se propicia el fortalecimiento de una industria incipiente con la participación de empresarios mexicanos; se trazan las líneas -y se actúa en consecuencia con ellas- de una política exterior respetuosa de la soberanía, de la libre determinación y en favor de la solución pacífica de los conflictos; y -el hecho más representantivo- se devuelve a la nación, con el acto de expropiación, el enorme recurso petrolero hasta entonces explotado por grandes corporaciones internacionales.

En lo político, el partido, convertido por Cárdenas en el de la Revolución Mexicana, se apoya decididamente en sus sectores y ejerce el control del poder en prácticamente todos los órdenes frente a una oposición débil, tanto en la izquierda como en la derecha, cuya actuación no pasa de la crítica. En el contexto latinoamericano, el gobierno de México aparece como el de una presidencia fuerte, diferente a las tendencias dictatoriales de otras naciones del área, una democracia dirigida junto a cuya preocupación social se unen los rasgos incipientes de los poderes metaconstitucionales de la Presidencia de la República, ejercida según la forma constitucional de un solo depositario del ejecutivo frente a un Congreso abrumadoramente mayoritario en su favor. Tal política, acentuada en las atribuciones al encargado del poder ejecutivo, continuaría en los gobiernos siguientes al de Lázaro Cárdenas. Frente a esa política nacionalista nace en 1939 el Partido Acción Nacional, uno de cuyos postulados fundamentales es precisamente promover una forma de explotación de la tierra distinta a la propuesta por la Revolución, una fórmula basada en la existencia de pequeños propietarios en vez del ejido y los comuneros.

En torno a la Constitución los gobiernos revolucionarios construyen, además de un compromiso tácito de continuidad, un espacio de movimiento oscilatorio en los extremos de izquierda y derecha sin alejarse del equilibrio marcado por los postulados de la Revolución. Al centro de Manuel Avila Camacho lo siguen la derecha empresarial de Miguel Alemán, nuevamente el centro de Adolfo Ruiz Cortines, la izquierda de Adolfo López Mateos, la derecha de Gustavo Díaz Ordaz y la tendencia izquierdista de Luis Echeverría, sobre todo frente a la hegemonía norteamericana en el mundo occidental, con una postura tercemundista. En esa etapa se consolidan las instituciones creadas por el gobierno de Plutarco Elías Calles y las administraciones del llamado maximato y se crean nuevas estructuras: el Instituto Mexicano del Seguro Social, los organismos de defensa y representación de los ciudadanos, y se desarrolla una extensa obra material a cargo del Estado. Más allá de los excesos del poder y del enriquecimiento de algunos de sus detentadores, en la posrevolución no fueron traicionados los principios del pacto constitucionalista basado en la rectoría de la clase media, la nueva burguesía, de los destinos de la nación. En el rumbo de la clase dominante se encontraba el germen de su declinación, aunado a los imperativos históricos. Una de las máximas facultades del presidente de la República, designar al candidato de su partido con la seguridad de su triunfo en los comicios y garantizar la continuidad revolucionaria, se convirtió en satisfacción de una preferencia personal con abstracción de los factores y las fuerzas políticas por mucho tiempo determinantes de la sucesión. Los gobiernos posrevolucionarios tuvieron la visión de promover una mayor participación de la oposición en el Congreso con modificaciones en la legislación electoral que abrieron la puerta al voto femenino y al de los jóvenes y permitieron una mayor amplitud en las posibilidades de acceso de los partidos minoritarios mediante el sistema de diputados y senadores plurinominales. En la práctica, la clase política dominante mantenía el poder con el expediente de elecciones cada vez más contaminadas por el fraude y la manipulación.

En el régimen de José López Portillo se apuntó el comienzo del abandono del nacionalismo revolucionario con el arribo a los cuadros gubernamentales de una generación de administradores en buena parte formados en universidades extranjeras, particularmente norteamericanas, cuyo concepto de la tarea de gobernar difería del tradicional. Los economistas sustituían a los abogados, como éstos habían reemplazado a los militares en la segunda mitad de la década de los cincuenta. Pero fue en el gobierno de Miguel de la Madrid cuando aparecieron los primeros signos evidentes del cambio que determinó el proceso de declinación del partido de la Revolución. Con la apertura económica pregonada por el tatcherismo y el reaganismo se emprendió la tarea del desprestigio de la política, de los políticos y de los partidos y el ascenso de los tecnócratas a los puestos clave de la administración. La mentalidad neoliberal traía aparejada una censura al Estado como factor económico del desarrollo y con ello el abandono de los principios nacionalistas en lo interior y en lo exterior característicos de los gobiernos posrevolucionarios.

Formado en su primera juventud en el pensamiento revolucionario, incluso, no obstante su entorno acomodado en tendencias intelectuales y políticas de izquierda, Carlos Salinas de Gortari arribó al poder en los momentos cercanos al derrumbe del bloque socialista y la erección de la unipolaridad económica y política en el mundo. Contrario en sus primeras posturas a la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos, terminó por aceptarlo y promoverlo con entusiasmo y convertirse en el adalid del liberalismo al que quiso poner el apellido social. La apertura económica, apoyada en principio por pequeños empresarios y desde luego por los socios de las grandes corporaciones transnacionales, mostraba la cara del capitalismo salvaje, así denominado por el Papa Juan Pablo II, cuya influencia había sido decisiva en la liquidación del socialismo y la final caída del Muro de Berlín.

En el mundo se proclamaba el fin de la historia y se sostenía la desaparición de las ideologías y la lucha de los partidos basada en postulados y principios para dar paso a contiendas electorales dentro de una democracia en la que no caben más expresiones que la de la partición del poder sin mayor contenido. Las ideologías, sin embargo, no desaparecían, sino que se trataba de unipolarizarlas con el pensamiento único, el de la derecha. Es la democracia del capitalismo, sustentada en el imperio del mercado convertido en dogma de fe. La labor de zapa en busca de la destrucción del nacionalismo incluyó la marginación de los movimientos obreros; la fuerza de los trabajadores que salía de las fábricas para agruparse en reclamo de sus derechos, cedió terreno a una nueva clase de empleados aburguesados o aspirantes a serlo, sin poder gremial, sumisos ante las exigencias de una flexibilidad en sus demandas bajo el concepto de una nueva cultura laboral. Las nuevas generaciones comenzaron a ser convencidas, con el debilitamiento de la escuela pública y el fortalecimiento de la privada, de orientarse hacia una preparación basada en el éxito económico, empresarial, como meta fundamental. El futuro es el de los triunfadores, fue uno de los lemas, en una “sociedad del conocimiento”, entendido éste no como el vasto campo de la cultura y el humanismo, sino como el acceso a la tecnología convertida en un dios implacable. El cambio en la sociedad, impulsado por la propaganda neoliberal, determinó una votación de más de 13 millones de ciudadanos en favor de Vicente Fox, con una ventaja relativamente importante por encima de su principal contendiente, el candidato priísta Francisco Labastida.

La razón del triunfo de Vicente Fox sobre el candidato priísta en el año 2000 es, por una parte, el hartazgo de la población respecto al control del Partido Revolucionario Institucional, alimentado por una campaña de desprestigio del pasado nacionalista. La crítica a ese pretérito, en el fondo, no ha estado dirigida a los últimos gobiernos priístas -los de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo-sino contra un pasado más lejano, el del llamado presidencialismo autoritario, el último de cuyos representantes a los ojos de los neoliberales es Luis Echeverría. Si bien el Partido Revolucionario Institucional parecía haber recibido un golpe mortal con la derrota del año 2000, a la mitad del sexenio de Fox, con triunfos electorales importantes en la República daba muestras de estar en posibilidades de recuperar la presidencia en 2006. Después de todo, una parte del PRI garantizaba a los grandes intereses internacionales la disposición a la apertura económica y abría las posibilidades de conseguir las llamadas reformas estructurales -fiscal, laboral y privatización del sector energético-que el gobierno de Vicente Fox no logró pese a su compromiso para obtenerlas. El PRI, sin embargo, no estuvo a la altura requerida para aprovechar los errores de la administración de Fox y se perdió en luchas internas a falta de la rectoría que por muchos años ejerció el presidente de la República en turno.

En esa coyuntura surge y cobra fuerza en los electores, la izquierda que en 1988 se había dicho víctima de un fraude electoral a manos del PRI. Frente al avance de la derecha y las incoherencias del supuesto centro priísta, las corrientes de una clase media pensante y de buena parte de los sectores populares -sobre todo urbanos-depositaron su confianza en una nueva opción que logró captar un segmento creciente de la opinión ciudadana en torno a un candidato, Andrés Manuel López Obrador, no tanto por las cualidades de liderazgo o el supuesto carisma que se le atribuyen, cuanto por la esperanza de un cambio en favor de los menos favorecidos.

Más allá de las acciones para eliminar a López Obrador de la contienda presidencial, de las campañas apoyadas en la mercadotecnia y la publicidad y de los verdaderos delitos electorales cometidos por la administración foxista, el resultado de los comicios es revelador de la situación que vive el país: la derechización de una buena parte de la sociedad como efecto de las corrientes mundiales y junto a ello la supervivencia de un nacionalismo centro izquierdista, cuyos orígenes se encuentran en los postulados de la Revolución y en la etapa posrevolucionaria, la de la construcción de las instituciones y de una incuestionable obra material.

Se explica así que más de las dos terceras partes de la votación se hayan dividido entre la derecha panista y una coalición encabezada por el PRD. Cerca de quince millones de sufragios para cada uno demuestran una tendencia al equilibrio de fuerzas en el que por primera vez la izquierda, o el centro izquierda, o si se quiere la aspiración a un proyecto más justo de nación despojado de una definición ideológica, tiene la oportunidad de fortalecerse y alcanzar en el futuro la preponderancia en la opinión de la ciudadanía. Corresponde al PRI, y con él a las fuerzas que pueden contribuir a esa meta, inclinarse en favor de una alianza que resuelva la encrucijada en la que se encontrará la sociedad mexicana en los años por venir.

http://www.argenpress.info

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