editorial
la jornada
Las afirmaciones de que la reforma energética recientemente aprobada y promulgada obedece en última instancia a intereses políticos y económicos de Estados Unidos son, según puede verse, más que productos del exceso de suspicacia: en un documento presentado el pasado 11 de abril en el Congreso de Estados Unidos por el ex embajador de ese país en México Carlos Pascual, el gobierno de Washington delineó la operación de un proyecto denominadoConnect America, para que las empresas estadunidenses, desde la frontera con México hasta la Tierra del Fuego, puedan generar y distribuir electricidad a través de un sistema hemisférico, que representaría un negocio de 1.4 billones de dólares. En el apartado correspondiente a México, el documento destaca la reforma energética como una de las prioridades del gobierno de Enrique Peña Nieto –a pesar a que la iniciativa correspondiente se presentó cuatro meses después–, y señala que si tiene éxito, México podría atraer inversiones internacionales para desarrollar sus recursos de hidrocarburos. Esto reforzaría tanto la seguridad energética de Estados Unidos como la situación fiscal de México.
De esa manera, el hoy jefe de Energía del Departamento de Estado de Estados Unidos daba como un hecho la aprobación de lo que a la postre vendría a concretarse con la reforma energética: la aprobación de reformas legales para permitir el ingreso y operación de empresas extranjeras de ese ramo a nuestro país y la consecuente generación de oportunidades de negocio millonarias para las trasnacionales.
El documento de Pascual constituye, en suma, un indicio más que firme de la supeditación del reciente proceso de discusión legislativa a los intereses y designios del vecino del norte en materia energética, y coloca al conjunto de modificaciones constitucionales derivadas de esa discusión no como el resultado de un proceso soberano y circunscrito a la política interna de nuestro país, sino como parte de un juego geopolítico por medio del cual Washington busca consolidar su hegemonía en el hemisferio occidental.
En esa perspectiva, cabe preguntarse si las medidas contempladas en la reforma energética tienen en efecto el propósito de asegurar el abasto de crudo y sus derivados a la población mexicana, de reducir los costos de los energéticos e impulsar el desarrollo económico del país, o bien si lo que se pretende es satisfacer los intereses del consumidor de energía más dispendioso del planeta –Estados Unidos–, intereses que no necesariamente son compatibles con los de nuestro país y que, antes al contrario, pudieran resultar contrapuestos. Lo cierto es que, mientras que esos supuestos beneficios para México y su población resultan inconsistentes con las proyecciones del propio gobierno federal sobre el impacto de esa modificación constitucional en la economía y con el previsible eliminación de subsidios de los energéticos –lo cual encarecerá sus costos en vez de abaratarlos–, la aprobación de una reforma alineada a los intereses de Washington da continuidad, como advirtió ayer el senador Manuel Bartlett, al programa adoptado por el ciclo de gobiernos federales que abarca de Carlos Salinas de Gortari a Enrique Peña Nieto.
El empeño de los legisladores priístas y panistas en aprobar la reforma energética de espaldas a la sociedad; los vicios y las irregularidades que se produjeron durante la discusión parlamentaria de esa enmienda constitucional; la aprobación de la misma mediante votaciones fast track en las dos cámaras del Congreso de la Unión y en las legislaturas locales, son actitudes incompatibles con un proceso de modificación constitucional que supuestamente buscó el beneficio de la nación. La posibilidad de que dicho proceso se supeditó en realidad a los intereses de Washington conllevaría, de ser cierta, una falta tan grave que merece ser esclarecida y sancionada.
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