10 de marzo de 2013

Mis muertos | Por: Alfredo Molano Bravo

Alfredo Molano BravoMis muertos | ELESPECTADOR.COM:

A estas horas en que escribo YA todo lo escrito sobre Chávez habrá sido leído.


Me queda lo que el hombre dejó en mí; siento el deber de escribirlo. Su muerte, tan deseada por muchos y tan lamentada por tantos, es el último duelo de una historia que comienza, para otros como yo, con el asesinato de Gaitán. Es un recuerdo, lo sé, pero un recuerdo con el que hemos crecido millones de colombianos. De Gaitán tengo vivas las llamas en que ardía Bogotá, reflejadas en el cielo que veía desde la finca en que nací; 64 años después esa hoguera no se apaga y he caminado sobre las cenizas y los rescoldos que dejó su muerte. Alguna vez descubrí que la única hora que no habían podido borrarles a los colombianos fue aquella trágica una de la tarde del 9 de abril; los viejos sabían qué estaban haciendo aquel día en aquella hora. Una manera de ser fieles.
Mi segundo muerto fue Camilo Torres. En mi casa se oía hablar de su padre, Calixto, pediatra, colega de mi tío. En el Liceo de Cervantes —un nicho fascista de curas españoles— Camilo era un ejemplo porque fue el primer exalumno que “tomó los hábitos”. Años después se los tiraría al cardenal Concha por la cara. Camilo fue mi profesor de sociología urbana, pero sólo asistió dos veces a clase, y nada dijo de la ciudad. Andaba ya tras la tribuna. Iba para otro lado: a dar testimonio de su verdad con su vida. La dejó en un monte de Simacota, cuando todavía era monte y no un saqueadero de carbón. Cuando vi las fotos de su rostro muerto, su barba desparramada, su mirada congelada, juré tomar también el fusil y lo único que hice fue andar de pueblo en pueblo mostrando su sotana. La gente que se había ido con él también había caído, y no por las balas del gobierno.

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http://www.elespectador.com/opinion/columna-409299-mis-muertos


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