19 de junio de 2011

EL ENGAÑO A LOS JUAROCHOS: Del infierno del norte al infierno del sur MARCELA TURATI

Del infierno del norte al infierno del sur
MARCELA TURATI
19 DE JUNIO DE 2011 · COMENTARIOS DESACTIVADOS
EDICION MEXICO, VIOLENCIA SOCIAL
Son veracruzanos que se lanzaron a la frontera norte en busca de estabilidad económica. Muchos la consiguieron, pero llegó la violencia y la guerra contra el narco, el nivel de vida descendió vertiginosamente; muchas fueron las víctimas. Por eso aprovecharon un programa de retorno que les ofreció el gobierno de Fidel Herrera, con facilidades de contratación, vivienda y servicios. Pronto los juarochos –como se conoce a este grupo de desplazados por el conflicto interno– descubrieron que tras este espejismo los esperaba otro infierno: el de la pobreza.

XALAPA, VER.- Advierte que no quiere que le saquen fotografías. “A los niños les da pena mostrar dónde vivimos”, explica alzando los hombros Fernando Flores Rocha, exempresario juarocho de 40 años, ahora desempleado y, para más señas, “baja colateral” no sumada en los saldos de la violencia.
En 1999 este hombre empacó sus sueños de prosperidad y se mudó con su familia a Ciudad Juárez, entonces considerada una tierra de la fantasía, donde se hizo empresario, se asoció con una compañía estadunidense de recubrimientos de pisos industriales y ahorraba sus ganancias de hasta mil dólares por semana. Como él, entre 300 y 400 mil veracruzanos llegaron a esa frontera maquiladora buscando trabajo. Los juarenses los apodaron los juarochos.
Flores llevaba a sus dos hijos a un colegio particular y organizaba carnes asadas con amigos los fines de semana; la empresa les pagaba casa en una buena zona, además de despensas, automóviles y gasolina.
Una década después, el 24 de marzo de 2010, los cuatro integrantes de la familia Flores retornaron con otras decenas de juarochos en un avión que salió de la frontera al puerto de Veracruz: en el aeropuerto, como hijos pródigos, fueron recibidos por el gobernador Fidel Herrera, su gabinete y decenas de periodistas. Llevaban nueve maletas llenas de ropa y sólo 200 pesos en la bolsa. Llegaron en calidad de desplazados por la narcoguerra.
“Haber caído tanto en tu situación económica no es algo que te dé orgullo mostrar a la sociedad. Era una derrota: de tenerlo todo allá a de pronto no tener ni para comer, ¡fue traumático! Traíamos sólo 200 pesos en la bolsa, dos criaturas y ninguna dirección a dónde llegar”, comenta la esposa de Fernando, la única con empleo y –con su sueldo de mil 400 pesos quincenales– sostén de la familia. Como con la prohibición de las fotos, pide a esta reportera reservar su nombre. Todavía siente tristeza al acordarse cuando los fotógrafos los trataron como a fenómenos de circo.
Un año y tres meses después, los Flores, que se acogieron al “programa humanitario” de rescate de paisanos impulsado por el gobierno veracruzano, siguen sin un solo mueble. “En este tiempo no hemos podido levantarnos: no tenemos refri ni estufa ni cama, sólo los catres que nos regaló el DIF, pero sí tenemos deudas”, dice la mujer.
Una situación similar comparten miles de veracruzanos que, como ellos, huyeron de ciudades fronterizas empujados por la narcoviolencia y uno de sus engendros, el desempleo. En siete vuelos y 338 traslados terrestres, el año pasado mil 600 veracruzanos fueron “rescatados” de Ciudad Juárez, Chihuahua, Reynosa, Tamaulipas y Mexicali y Tijuana, Baja California.
No son los únicos. Según un estudio del Observatorio de Desplazamiento Interno del Consejo Noruego para Refugiados, el año pasado 115 mil mexicanos tuvieron que abandonar su vivienda para huir de la violencia. Los estados donde el fenómeno es más visible son Chihuahua y Tamaulipas.
Según cálculos de la empresa consultora Parametría, en los últimos cinco años la inseguridad empujó a 2% de la población mexicana a desplazarse de manera forzada, lo que equivale a 1 millón 648 mil personas.
Su sufrimiento no aparece en ninguna estadística. Son invisibles para el gobierno.
Si fueran refugiados y hubieran cruzado a otro país habría un sistema de protección que los acogiera, pero gente como los Flores entran en el estatus de desplazados internos que, según la ONU, adquieren aquellos que “se han visto forzados u obligados a escapar o huir de su lugar de residencia habitual, en particular como resultado o para evitar los efectos de un conflicto armado, de situaciones de violencia generalizada, de violaciones de los derechos humanos o de catástrofes naturales”.

De la violencia a la pobreza

Los Flores escaparon de la ruina económica, de las balaceras en la calle, de la falta de comida y de los ataques de nervios, pero llegaron a otro infierno.
“Dos meses después de que llegamos fui a preguntar si nos iban a dar algo, porque según la televisión el gobierno de Veracruz ofrecía trabajo en Pemex o en el gobierno, y casa, pero dijeron que el programa se había acabado. Quise hacer gestiones para un crédito y tampoco me lo otorgaron porque acá no tengo historia financiera. Sabemos que mucha gente de la que llegó con nosotros ya se regresó a Juárez”, dice Fernando Flores, quien se ha convertido en un tocador de puertas profesional: siempre en busca de empleo, ahora espera que le contesten un oficio dirigido al nuevo gobernador (Duarte) con la petición de ayuda para gestionar un crédito y una solicitud de empleo como jornalero temporal en Canadá. A punto estuvo de pedir asilo político.
“No pedimos nada gratis, sólo créditos, no queremos lástima. Si nos dieran trabajo podríamos regresar los créditos porque somos gente de trabajo”, repite varias veces en la entrevista, al igual que los otros juarochos retornados. O “repatriados”, como se dicen entre ellos, que se esforzaron durante años por superarse, hasta que la violencia les arrebató todo, menos la dignidad.
Por eso les duelen detalles que parecen insignificantes, como traer los zapatos rotos. “¿Antes cuándo íbamos a dejar que la niña trajera los tenis rotos? Hemos sido pobres, pero no a este extremo: llevamos un año en Veracruz y no hemos comprado nada. Perdí mi horno, mi estufa, mi máquina de coser, teléfonos y alhajas, porque tuvimos días sin comer ni para renta”, lamenta desde su casa en el puerto de Veracruz la señora Alejandra Durán de Echeverría, una exobrera de maquila de 46 años que en un mes será abuela.
Ella llegó, con los ocho de su plebe y la familia de su cuñada, en el vuelo del 16 de mayo tras seis años en Ciudad Juárez, donde, dice, el patrimonio familiar “creció como espuma”. Hasta que en el kínder de su hija un extorsionador comenzó a exigir 250 de pesos por alumno a la semana para no matarlo, y asaltaron brutalmente a su cuñado, y les pidieron “cuota” de 500 pesos para dejarles mantener el negocio de “segundas” que pusieron en casa, y secuestraron a una vecina y a sus hijos, y quedaron atrapados en un fuego cruzado entre sicarios y policías federales.
“Cuando ya encontrábamos muertos en cada esquina tomamos la decisión de venirnos”, dice don Rafael Echeverría Márquez, su esposo, de 49 años, en el departamento de dos cuartos donde los ocho de familia viven hacinados, en el fraccionamiento habitacional más alejado del centro. En este lugar se malpasan con el sueldo del patriarca, el único con trabajo.
Fue afortunado. El gobernador le dio la concesión de placas de un taxi. Le entregaron el título, nunca las placas. A la semana hubo cambio de gobierno y la promesa quedó en el olvido. En la nueva administración le piden 6 mil pesos para darle las láminas: “Debemos 6 mil para las placas, más las letras del carro que se vinieron encima, más el enganche del vehículo. Ya debo cerca de 55 mil”.
Los Echeverría se animaron a dejar la casa que tenían en Juárez, entre otras razones porque el Infonavit les aseguró que iban a traspasar sus créditos de vivienda a otra casa veracruzana. Pero no cumplió.
“Llegando acá el Infonavit nos dice: ‘Hasta que yo no pueda acomodar su casa no voy a poder darte otra a ti’, pero allá sobran casas vacías, nadie está comprando. Siempre que tenemos juntas con ellos todos los que venían con nosotros (los juarochos) se quejan de que es pura perdedera de tiempo”, dice él.
En los trabajos no les ha ido mejor: “Aquí nos hicieron el feo, vieron que mi hijo era de Juárez y no le tomaron la solicitud en la Soriana. Y por la edad nos discriminan”, dice ella, quien también se siente lastimada porque, como han ocurrido varias balaceras en el puerto, la gente les dice: “Ahora que se regresaron ustedes de Juárez se trajeron la violencia”.
En los días de desesperación, los Echeverría han pensado retornar a Juárez. “Si hay violencia aquí y allá, pensamos, mejor regresémonos allá, porque allá tenemos casa y acá rentamos, y allá hay oportunidad de trabajo y acá no. Pero no nos hemos ido porque me endrogué y no tengo con qué pagar. Créame, lo que menos queremos es un peso, queremos trabajo que vamos a cuidar mucho tiempo porque sabemos superarnos”, dice el patriarca.

Al garete

Cuestionado sobre el programa Veracruz Sin Fronteras, el exgobernador Fidel Herrera dice que para armarlo se asesoró con académicos que estudiaron otras experiencias de retorno, como la de los guatemaltecos refugiados en México en la década de los noventa, y lo lanzó un año y medio después, hasta asegurarse de que el retorno no causaría desbalances económicos o problemas de inseguridad, ni atraería sólo a gente pobre y sin capacidades productivas.
Niega que el programa hubiera tenido intención electoral, como se le criticó en su momento. Señala que recibió apoyo del gobierno estatal de Chihuahua y del municipio de Juárez, pero el Instituto Nacional de Migración (INM, ocupado con los migrantes ilegales de Centroamérica) no quiso otorgar 15 millones de pesos para llevar a cabo el programa.
“En caso de desplazamiento por cuestiones de violencia este es el programa más cuidado y exitoso de repatriación, el de los juarochos a Veracruz. No conozco otro programa que se hubiera aplicado con este carácter social y humanitario que contribuyó a la despresurización de Ciudad Juárez (…) Donde ocurra violencia debería de replicarse”, dice Herrera en entrevista.
Se refiere al programa en términos ideales. Según él los retornados eran gente con dinero para invertir, cuentan con vivienda del Infonavit, fueron elegibles para créditos y abrieron negocios o encontraron trabajo. Pero la realidad luce distinta.
Carlos Alberto Garrido, investigador de la Universidad Veracruzana y experto en temas migratorios, señala que por falta de oportunidades laborales, sociales, económicas, educativas y de salud, muchos juarochos desplazados la pasan mal o de plano regresan a las ciudades de las que fueron evacuados.
“Después de 10 o hasta 20 años fuera de Veracruz, viviendo en una frontera con Estados Unidos, donde consolidaron su vida y lo tenían todo, al retornar como desplazados no llegan a viviendas, viven arrimados con otras familias y tienen necesidad de alimentos, vestido, educación, intimidad, trabajo e ingresos. Al no tener nada de esto se encuentran endeudados con préstamos que los ahogan y todo esto repercute en su estabilidad emocional y su capacidad de relacionarse –explica–. Al no ser atendidos, he detectado que varios de ellos se están regresando a Ciudad Juárez y a Chihuahua, o a Reynosa porque aquí no pudieron encontrar oportunidades.”
Garrido considera que el gobernador anterior fue visionario al establecer el programa de retorno, pero que su equipo no construyó las bases para atender a los desplazados y, con el cambio de administración, el nuevo gobierno no les ha dado seguimiento salvo llamadas telefónicas para informarles de programas sociales a los que tienen derecho.
El sociólogo critica que en el país no se haya reconocido el fenómeno del desplazamiento forzado como uno de los daños colaterales de la violencia, ya que miles de personas fueron obligadas a moverse de donde estaban arraigadas “por situación de muerte, guerra, narcotráfico”, y necesitan apoyos especiales.
“No se ha aceptado el concepto de desplazados porque a grupos políticos no les conviene que se asuma; no quieren que se crea que en México se carece de paz interna y hay inseguridad, que obliga a gente a dejar su patrimonio construido durante años de esfuerzo y trabajo”, explica.
Garrido ejemplifica la situación: la familia De la Madrid, propietaria de un café internet en Juárez, nunca consiguió crédito para comprar cuatro computadoras usadas y abrir el negocio en Xalapa; a los seis meses retornó a la frontera. En el puerto de Veracruz un paisano retornado perdió su patrimonio porque se enfermó de una pierna. Los juarochos de Minatitlán realizan protestas en la presidencia municipal, desesperados, por la falta de trabajo. Otros, que llegaron a pueblos, no tienen tierras para sembrar.
“Los de Cosamaloapan, al irse, perdieron sus derechos como ejidatarios y ya no tienen tierras. Quince años después regresan, acostumbrados a ser jefes de cuadrilla en una maquila u operadores de maquinaria, pero acá pasaron a ganar 100 pesos por jornal al día por cortar caña”, dice.
El investigador considera que si el gobierno de Veracruz reconociera a los juarochos como desplazados y aplicara políticas para atenderlos marcaría un precedente de atención a la migración de retorno, podría obtener fondos de la ONU o de la Organización Internacional de Migraciones (OIM) destinados a los desplazados y aprovecharía la capacidad de esos obreros calificados, con hijos bilingües y cultura del trabajo.
En las conclusiones de su informe sobre el desplazamiento forzado en México, el observatorio noruego pide al gobierno determinar cuánta gente ha huido, a qué se dedica y cuál es su nueva situación. Además, pide facilitar a los desplazados el acceso a servicios públicos, brindarles protección y asistencia, cuidar el patrimonio que dejaron atrás y promover soluciones duraderas para ayudarlas a retornar.
Proceso solicitó entrevistas con funcionarios estatales pero la oficina de Comunicación Social nunca dio la autorización. En cada dependencia dijeron que el programa de retorno correspondió a la administración anterior.

Tipología del “juarocho”

Los juarochos se distinguen de los jarochos: se desacostumbraron al calor húmedo, ofrecen “soda” cuando uno llega a su casa, hablan un lenguaje extraño de cableados, “trocas”, bonos y maquiladoras con nombres gringos en las que llegaron a “ser alguien”. Repiten durante las conversaciones que son personas de trabajo y que sólo les falta la oportunidad para demostrarlo.
Les cuesta mucho el retorno porque se desacostumbraron al México del salario mínimo. En Veracruz todo les parece caro porque en la frontera cualquiera puede hacerse de muebles en las “segundas”. Cuando entran en confianza reconocen que la situación es tan tensa que sufren crisis nerviosas, episodios de llanto y crisis matrimoniales. Se dicen traumados por la violencia extrema y el hambre que enfrentaron. Les inquieta saber si hicieron bien en abandonar todo y empezar de nuevo. No saben quién es responsable de su tragedia.
Una persona entrevistada, cuyo nombre se reserva para no mortificar a su familia, aún se asombra por los niveles de desesperación que vivió en Juárez los últimos meses: “Dos, tres meses luché contra el suicidio. Una Navidad, solos, sin comida, que nadie nos fue a ver, estábamos todos dormidos y pensé abrir la llave del gas, pensé que ya nada tenía caso. No sé qué me detuvo”. Sin embargo, en Veracruz pudo agarrarse a una hebra de vida.
Luis Gabino Ventura y Leonila Fabela son treintañeros y tienen cuatro hijos. Retornaron a Veracruz en noviembre, luego de que él sufrió un accidente fue despedido de su maquila, asaltado con su indemnización y no consiguió otro trabajo.
En su casa, en la periferia de Veracruz, ella se queja del calor, de lo costoso de la ropa en el sur, de lo raro que es recibir para el gasto a la quincena y de la lejanía de la escuela de sus hijos. Al igual que las demás señoras entrevistadas, confiesa que sufre explosiones de angustia.
“Seguimos esperando esas prestaciones que según traíamos, que el apoyo más rápido en cuanto a trabajo, escuela y todo (…) Haga de cuenta que a veces sí quiero salir corriendo, sí me desespero, pero esperamos que la cosa se componga”, dice ella, aunque cuando su esposo se incorpora a la entrevista se contagia de su optimismo porque él considera que la situación mejorará “echándole ganas”.
Aunque Luis Gabino en Juárez era jefe de cuadrilla en una maquila y acá es chofer de camión, se dice agradecido por la ayuda gubernamental. Reconoce que la promesa dista de la realidad: aunque unos funcionarios le dijeron que tenían empresas apalabradas para contratarlos al retornar, batalló para conseguir empleo. Pese a que le ofrecieron Seguro Popular, cuando quiso afiliarse le dijeron que ya no había cupo. Le dieron concesión para un taxi, pero nunca tuvo las placas. Tuvo que insistir en tres escuelas para que una admitiera a sus hijos. El Infonavit no les traspasó la casa que dejaron.
Pero como todos los juarochos, ellos presumen ser personas de trabajo, insisten en que no piden limosna y sólo quieren una oportunidad para tomar las riendas de su destino

¡AMLO 2012!

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