17 de septiembre de 2006

LA LLEGADA DE LA INSURGENCIA

Erat Hora nos envía un fragmento de un ensayo publicado en El pedote de Fecal http://elpedotedefecal.blogspot.com

Hidalgo: razones de la insurgencia

Carlos Herrejón Peredo

Entre los alumnos de gramática del colegio jesuita de Valladolid de Michoacán, al momento de la expulsión, estaba Miguel Hidalgo y Costilla. En 1770 terminaba los estudios de artes, o sea de filosofía, y ese mismo año iniciaba los de teología, llevando como texto fundamental el Clypeus theologiae thomisticae del dominico francés Juan Bautista Gonet. Al parecer, este autor, al menos en las ediciones de fines del XVIII, no aborda todos los temas del populismo y menos la cuestión del tiranicidio, condenada entonces por el propio prelado de Michoacán, Pedro Anselmo Sánchez de Tagle, quien ese año de 1770 estampó claramente que en el recién fundado Seminario Tridentino de Valladolid, el rector había de velar para que los catedráticos “no enseñen doctrinas sanguinarias, condenadas por el Concilio Constanciense y últimamente proscritas por nuestro soberano”.

A pesar de todo, el texto de Gonet recoge la doctrina tradicional sobre el bien común, piedra fundamental del populismo, lugar que no pudo pasar desapercibido a uno de los lectores más brillantes de Gonet, el alumno nicolaíta Miguel Hidalgo.

Dice así Gonet:Pertenece a la ley el que sea por el bien común. Así lo enseñó Platón en el libro 1 sobre Las leyes, donde dice que “las leyes se han de dar en razón de la paz pública”; y Cicerón, quien de manera semejante, en el libro 1 De leyes, asienta que “las leyes se han de dictar por causa del bien público”. Lo mismo enseña Isidoro en el libro 5º de las Etimologías donde dice que “ninguna ley fue escrita para comodidad privada, sino para utilidad común de los ciudadanos, según aquello de las Doce Tablas, el bienestar del pueblo debe ser ley suprema”. Igualmente San Basilio en la Homilía 12 sobre el principio de los Proverbios, no lejos de donde empieza, dijo que las leyes han de encaminarse a conseguir la utilidad en el bien común y que no deben atender intereses privados. El mismo autor añade que el tirano se distingue del rey en que aquél atiende y protege sus intereses a como dé lugar; mientras que el rey sólo procura atender a sus súbditos. Y Aristóteles, en el libro 8º de la Ética, en el capítulo 10, al principio: “El tirano, dice, mira por su propia utilidad; el rey, en cambio, mira por la utilidad de sus súbditos.” Finalmente todos los teólogos y juristas están de acuerdo en que pertenece a la esencia de la ley el que se dé por el bien común.

Por tanto, la ley natural de suyo atiende al bien común de toda la naturaleza humana. Todas las leyes divinas positivas tienden a la gloria de Dios y a la común utilidad de los hombres, según aquello de Isaías en el capítulo 51: “De mí saldrá la ley y mi juicio quedará para iluminación de los pueblos”. También las leyes humanas, tanto las civiles como las eclesiásticas, se encaminan en realidad, y por completo han de encaminarse, al bien común. Para este mismo fin han de ser útiles; de otra forma se tornan inválidas y no son leyes de verdad. Porque ni Dios ni la república dieron a los hombres el poder de legislar sino por el bien común.

Designado catedrático de teología en 1782, Hidalgo emprende una crítica contra los métodos demasiado especulativos, especialmente contra el texto de Gonet. Culmina Hidalgo en su afán crítico y renovador con la Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica, escrita en 1785. En ella, propugnando una mayor atención a la historia crítica, propone como textos mejores el del agustino Juan Lorenzo Berti y el del cardenal dominico Gotti.

Por lo que se refiere a algunas de las ideas políticas vertidas en ellos, hay que señalar que Berti conoce la doctrina de que “los mismos príncipes tienen la autoridad recibida del pueblo” y de que los decretos de reyes abusivos como Faraón o Saúl “no son verdaderas leyes, sino mandamientos de tiranos”. Sin embargo, Berti llega a concluir que “aunque la elección del príncipe algunas veces dependa del pueblo o de los próceres, una vez elegido no hay que desobedecerlo”.

El mismo Berti expone adelante las tesis comunes de que “Los poderes civiles no tienen autoridad para establecer leyes eclesiásticas”, tentación entonces del despotismo ilustrado y de que “el poder de reino temporal no repugna al régimen espiritual de la iglesia”, problema agudo frente a la soberanía del Estado, encarnada también a la sazón en los déspotas ilustres.

Por su parte, el cardenal Gotti se alinea más claramente del lado del populismo con estas palabras:

Aunque bien se diga que el pueblo transfirió toda su autoridad al rey; sin embargo, así como no pretende transferirla a tal grado que el rey pueda privar (a los ciudadanos) de lo que se les debe por derecho natural, así tampoco puede privarlos de aquello que les otorga el derecho de gentes y el consejo de todas las naciones.Por eso un rey no puede despojar a sus súbditos del dominio que tienen sobre sus propios bienes, a no ser que ellos lo consientan; puesto que los gobernantes son guardianes de los bienes de sus súbditos, mas no sus dueños.Miguel Hidalgo permaneció diez años impartiendo teología en San Nicolás. Sus últimos años de magisterio coincidieron con los cuatro primeros de la Revolución Francesa: de 1789 a 1792. Ese acontecimiento junto con la decapitación de Luis XVI, obligaban a todo teólogo a discutir los temas que el despotismo se había esforzado en esconder, pero que nunca habían desaparecido de los tratados teológicos.

Hidalgo fue removido de su cátedra en 1792 y mandado al curato de Colima y luego al de San Felipe Torres Mochas. Ahí siguió pasando la vida “en sus libros y en su música”, a tal grado que al despuntar el siglo XIX era tenido, según diversos testimonios, como “hombre doctísimo y de mucha extensión”, como “uno de los más finos teólogos de esta diócesis”, estimado por “el mejor teólogo de esta diócesis”.

Y por todo lo dicho, metido a discutir sobre cuál es la mejor forma de gobierno si el republicano o el monárquico, a comentar con libertad los sucesos de Francia particularmente sobre el regicidio, y en fin, a criticar abiertamente al gobierno español, tachándolo de déspota: “siente mal de nuestro gobierno, que se lamentaba de la ignorancia en que estamos y superstición en que vivimos, como engañados por los que mandan”.

Por lo demás, esos temas eran la conversación frecuente de muchos: “sobre lo que todos hablan” dice otro testimonio de 1800. Por esos días inclusive la Inquisición seguía causa a otro clérigo ilustrado de Michoacán, Manuel de la Bárcena, por discutir sobre el tiranicidio. Averiguación vana, pues en el mismo Seminario Tridentino a principios del ochocientos se seguía, a pesar de sus constituciones, un texto de teología que conjugaba la tradición populista con la renovación historiográfica que había pugnado Hidalgo para San Nicolás: el curso del belga Carlos Billuart, también leído por Hidalgo desde sus días de magisterio.Dos pasajes de Billuart son especialmente interesantes. El primero sobre la constitución de la sociedad y el segundo sobre la tiranía.

Dice así en cuanto a la constitución de la sociedad:

Observemos cómo el hombre en comparación con los animales nace mayormente desprovisto de muchas cosas necesarias tanto para el cuerpo como para el alma. A fin de remediarlo, necesita la compañía y la ayuda de los demás. Consiguientemente el hombre por su misma naturaleza nace como animal social.Mas la sociedad, que la naturaleza y la razón natural están mostrando como necesaria al hombre, no puede subsistir por largo tiempo, si no es gobernada por algún poder público, según aquello de los Proverbios II: “Donde no hay quien mande y gobierne, se deshace el pueblo.”De aquí se desprende que Dios, quien ha dado tal naturaleza, le ha dado juntamente el poder gubernativo y legislativo; puesto que quien da la forma también da todo aquello que necesariamente exige esa forma.Sin embargo, esta potestad, gubernativa y legislativa, no se puede ejercer fácilmente por parte de toda la multitud, pues resultaría difícil que todos y cada uno concurrieran tantas veces cuantas hay que tomar providencias sobre lo necesario al bien común y sobre las leyes por hacer. Así, pues, lo más frecuente es que la multitud transfiera su derecho o poder gubernativo. Si lo transfiere a unos de entre el pueblo tomados de cualquier condición, se llama democracia. Si se trata de unos cuantos de la gente principal, se llama aristocracia. Si es única la persona a quien se transfiere el poder, se llama monarquía, ora se trate de él solo, ora se trate también de cada uno de sus sucesores conforme al derecho hereditario.

De lo dicho se sigue que todo poder se remonta a Dios, como dice el Apóstol Romanos 13. Mas de manera inmediata y por derecho natural el poder político está en la comunidad. Y sólo de manera mediata y por derecho humano, está en los reyes y demás gobernantes.

Por lo que toca a la tiranía, conviene destacar las siguientes palabras:

Los escritores de autoridad advierten que la república, mediante las representaciones unidas del reino, puede proceder contra el tirano, deponerlo o sentenciarlo a muerte, si no hay otro remedio, porque dicen que el rey tiene recibida de la república la autoridad regia no para destruirla, sino para levantarla y conservarla, y consiguientemente la misma república puede quitarlo, si el rey actúa para manifiesta perdición. Sin embargo, de ahí frecuentemente se suelen seguir males mayores que la misma tiranía: por lo cual más bien habría que tolerar pacientemente la opresión y recurrir a Dios.

La anotación final de Billuart no debilita la doctrina suareciana, que desde antes había señalado la necesidad de observar el principio del mal menor. En todo caso, es claro que la puerta para la justa insurrección queda abierta desde el momento que los “males mayores” permanecen en el terreno no de lo necesario, sino de lo posible, sujeto a examen.En resumen, estos son algunos de los puntos teóricos que en materia política albergaba el cura Hidalgo en 1802, año en que fue trasladado de San Felipe a Dolores. A sus conocimientos teológicos y humanísticos se añadía el trato social que había cultivado en Valladolid y la experiencia ministerial de Colima y de San Felipe, el conocimiento real de los mestizos y de los indios, así como de la situación socioeconómica en que se debatían en aquella Nueva España de principios de siglo.

En Dolores no deja sus libros y acrecienta el contacto con el pueblo. Estando allí padece como criollo propietario los efectos de la consolidación de vales reales y el progresivo orillamiento del mismo grupo criollo. Allí mismo se entera de los sucesos de Bayona: la monarquía sin cabeza; y de los consiguientes sucesos en la capital del virreinato: el golpe contra los intentos de Iturrigaray y las voces ahogadas de Primo de Verdad, Azcárate y Talamantes. También ahí recibe la visita de un espía de la Inquisición, fray Miguel de Bringas, quien no tiene empacho en reconocerlo como “un gran teólogo”. Ahí finalmente se entera, no sin sobresalto, de la prisión de conocidos y amigos: los conspiradores de Valladolid de 1809. La tiranía de lejos y la tiranía de cerca se hacen intolerables, pero también vulnerables.

La premisa teórica estaba dada desde los días del magisterio teológico. La premisa factual, la comprobación de los hechos tiránicos era patente. La conveniencia práctica estaba a la puerta. El teólogo que conocía las tesis contra la tiranía, el pastor que había comprobado su azote en la carne de sus feligreses, se decide así a convertirse en el político conspirador y llevar la conclusión hasta sus últimas consecuencias.

De modo que aquella frase de la noche del 15 de septiembre: “Caballeros, somos perdidos, aquí no hay más remedio que ir a coger gachupines”, no es la salida irreflexiva ante el pánico de haber sido descubiertos, sino la conclusión en que resuenan las voces serenas de los teólogos populistas y el clamor desesperado del pueblo oprimido. Por eso, los argumentos que esgrimirá Hidalgo en la centelleante ruta de cuatro meses serán, en orden jerárquico,calificar al gobierno español de tiránico y despótico, que ha tenido esclavizada la América por trescientos años, y a los españoles europeos de tiranos y déspotas, usureros, ambiciosos, enemigos de la felicidad de América, impíos, traidores, libertinos, vilipendiadores del sacerdocio, asesinos de la Religión, del Rey y de la Patria; que han calificado a los americanos de indignos de toda distinción y honor; que tenían vendido el reino a una nación extranjera, tan pronto a los franceses, tan pronto a los ingleses... y que si así no les constase (a los americanos) nunca hubieran desenvainado su espada contra los europeos.

El ejemplo de Hidalgo cunde entre el clero. Su prestigio de rector y maestro, de teólogo competente, “de sabio, celoso párroco y lleno de caridad”, influyen en la deliberación de otros pastores. La mayoría se inclina por la independencia; algunos saludan con gusto su anuncio, pero luego se retraen ante el terror de las multitudes sublevadas, como el cura Lavarrieta de Guanajuato, también conocedor profundo de la teología; otros, en cambio, se comprometen en los riesgos de la lucha, y repitiendo las acusaciones de Hidalgo contra la tiranía peninsular no dudan en declarar, como José María Morelos, “que había entrado en la revolución movido en parte por el respeto que debía al cura Hidalgo”.

Por lo demás, la justificación particular y excepcional de que un clérigo pueda entrar a la justa lucha armada también estaba considerada en los tratados teológicos, como las Disquisiciones de teología moral de Antonio Escobar, que señala cuatro casos al respecto:

Primero, cuando no hay ningún otro medio de conservar la propia vida.

Segundo, si a la patria, a la propia comunidad civil o al ejército le son necesarios. En este caso inclusive los clérigos están obligados.

Tercero, cuando el hacer la guerra es completamente necesario para defender la vida del inocente.

Cuarto, si el hacer la guerra es de todo punto conducente al logro de la justa victoria, de la cual depende la paz y el bien común.

Indudablemente Hidalgo se hubo de considerar incluido en cada uno de los cuatro puntos, pero de modo especial en el segundo, porque cuando le preguntaron en Chihuahua quién lo había hecho “juez competente de la defensa del reino”, dijo “que el derecho que tiene todo ciudadano, cuando cree la patria en riesgo de perderse”.

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