10 de diciembre de 2013

La restauración agónica: el primer año de EPN

penasemanal.jpgLa restauración agónica: el primer año de EPN:
De la candidatura presidencial sin bibliografía al acorazamiento  del nuevo Señor Presidente

Se puede afirmar que el primer año del gobierno de Enrique Peña Nieto ha sido también el año de la aceleración política y represiva en la restauración del PRI como partido de Estado. Viejos anhelos autoritarios envueltos en ropajes nuevos y una obsesión por recobrar el control político del Estado, con golpes de timón que implican la recuperación autoritaria de la unidad de la política en contextos de fragmentación del orden social tradicional, lo que se traduce en el rigor con el que Peña Nieto ha querido relanzar las fórmulas actuales del capitalismo neoliberal en México.

Asistimos a la entronización del dogma de la privatización de bienes públicos en nombre de activar la economía nacional, del montaje y de la intromisión abiertamente melodramática y grotesca de los mass media en las tragedias nacionales, como el caso de Laura Bozzo y su performance de ayuda supuestamente humanitaria; de la permanencia de una situación de excepcionalidad del Estado en su “monopolio” de la violencia, y de una “guerra” contra el crimen organizado que es también parte de una “guerra” contra la sociedad –vía la normalización de la militarización–; de las respuestas regionalizadas y organizadas de la misma sociedad a la violencia extrema, como las llamadas autodefensas y lo que puede llegar a expresarse como un posible levantamiento nacional de las mismas.

Del candidato presidencial que confundía libros y autores, que citaba equivocadamente obras que seguramente no había leído, que concentraba en su figura el paradigma del analfabetismo tecnocrático, pasamos al señor presidente que vive su primer año de gobierno acorazado en la repetición exhaustiva de que con él se inaugura una nueva época; en el elogio de los medios de comunicación más duros en su filiación con el regreso; en la defensa despótica de la velocidad de la restauración y en la rehabilitación autoritaria de la nación. Pese a su deseo vehemente de erigirse en el presidente del nuevo orden mediático, en su alianza permanente con los grandes corporativos de la comunicación, Peña Nieto no puede declinar en su voluntad ideológica de precarizar toda la vida social y de “armonizar”, discursiva y mediáticamente, las profundas turbulencias que este proceso va dejando.

Lejos de responder a la emergencia nacional que hereda del gobierno de Felipe Calderón con “otras” estrategias, como lo había prometido en campaña, Peña Nieto reitera, eso sí, con menor espectacularidad, el orden de la “guerra” infinita, quizás ahora como una guerra de baja intensidad mediática y la dirige también, enfáticamente, hacia la represión de movimientos sociales que se oponen al ciclo reformista.

En este primero año del gobierno de Enrique Peña Nieto ya contamos con una escenografía del apogeo del regreso del PRI a Los Pinos y atestiguamos la primera agonía de la retórica de la restauración; escenas que registran las ambiciosas ficciones restauradoras; el cuadro básico de una nación y su violenta transformación social, sin modificarse en sus estructuras de dominación y corrupción políticas.

De los medios sin mediaciones al “Señor Presidente: millones de tuits ordenan su presencia en el lugar del siniestro”

Todo gobierno mide su vínculo solidario con la sociedad a través del modo en que responde ante las catástrofes. Toda catástrofe natural en tiempos de precarización asfixiante de la sociedad y de la vivienda, o de la corrupción como falta de planeación habitacional, corre el peligro de transformarse en una segunda catástrofe: la del aparato estatal y su negligencia ante el dolor, la muerte, la pérdida y los “daños materiales”. El gobierno de Peña Nieto ha tenido la nada grata oportunidad de medir el alcance de su restauración ante al menos dos hechos lamentables: uno, la explosión de un edificio de Pemex, el 31 de enero de 2013, prácticamente en el comienzo de su sexenio; y el otro, los ciclones Ingrid y Manuel, que afectaron a veintidós estados de la República durante septiembre y octubre. En ambos casos, el orden mediático impuesto por Enrique Peña Nieto desde el 1 de diciembre de 2012 se resquebraja momentáneamente, de manera innegable, y nada pueden hacer por él los respaldos de imagen y de opinión de algunos medios sin postura crítica ante el nuevo poder presidencial.

Ante la explosión del edificio de Pemex en Ciudad de México, el gobierno de Peña Nieto intenta imponer una inmovilidad mediática y un régimen informativo antirumor que muy pronto es vencido por las especulaciones sobre las posibles causas de la explosión, que son también una exigencia de claridad judicial y política sobre los hechos. Mueren treinta y siete personas y hay más de 120 heridos. Literalmente, el gobierno de Peña Nieto monta una patética escenografía mortecina en el lugar de los hechos para ofrecer ruedas de prensa, y fracasa en su voluntad de imponerle un silencio anticonspirativo a la sociedad. Peña Nieto remata su desatinada intervención en la explosión de Pemex cuando declara tres días de luto nacional y él mismo lo incumple: se va de paseo a Punta Mita, Nayarit, y la sociedad de internet lo obliga a punta de tuits a regresar al lugar de los hechos.


Botarga de Peña Nieto haciendo proselitismo
En el caso de los ciclones Ingrid y Manuel, otro hecho mediático va a colocar otra vez en perspectiva crítica la permisibilidad de Peña Nieto en su alianza con Televisa. El 20 de septiembre, en Pénjamo, Coyuca de Benítez, Guerrero, la conductora de reality shows, Laura Bozzo, monta una intervención melodramatizada para descender de un helicóptero de rescatistas del gobierno del Estado de México en una cancha de futbol de una comunidad devastada, incomunicada, en la emergencia nacional que dejaron los ciclones. Bozzo y su acción melodramática de supuesta ayuda humanitaria y transmisión pueril de la tragedia viva actualizan el modo en que históricamente Televisa interpreta los desastres naturales y nacionales, así como el silencio estratégico del gobierno federal ante la intervención melodramática de Bozzo: transforma el dolor y la escenografía de la pobreza devastada en rating, en mercancía y en un espectáculo de heroísmo redentorista y mediático, en tiempos en que la descripción de los hechos desaparece del ímpetu periodístico, todo ello haciendo uso de un helicóptero propiedad del Estado.

De las reformas neoliberales y los poderes metalegislativos de un pacto con nariz de cacahuate

Sería una injusticia menor centrar la eficacia de la restauración presidencialista solamente en la figura de Enrique Peña Nieto, en los débiles ritos de exageración institucional de su gabinete por parte de periodistas, intelectuales, opinadores, lectores de noticias, y en los demás gestos unánimes en el encubrimiento mediático de la gestión del presidente, ahora también adictos al régimen. La gran restauración del presidencialismo de Peña Nieto se la debemos también a esa entelequia metalegislativa llamada Pacto por México, un “pluralismo” de élite partidista que también puede entenderse como una evocación nostálgica de lo que antes se identificaba como la “clase política mexicana”. Jesús Zambrano, líder nacional del PRD, y Gustavo Madero, dirigente nacional del PAN, se encargan de ungir a Peña Nieto como el gran articulador reformista del neoliberalismo postsalinista y, de paso, rematan los escombros ideológicos tanto de la izquierda como de la derecha partidistas, para ofrecerlos en sacrificio al régimen que terminará de desarticular la transición a la democracia en México.

El Rey no va desnudo todavía: hasta el momento, la fuerza de su restauración presidencialista parece eficaz si se le ve desde el sometimiento de los líderes partidistas de la oposición y, sobre todo, desde el avance de una serie de reformas que van cumpliendo con el programa de desmontaje social de las funciones del Estado, desde la privatización más o menos eficiente de los bienes públicos (falta la joya de la corona de las aspiraciones privatizadoras: Pemex), desde la intocabilidad de la nueva oligarquía económica y mediática, desde el crecimiento de regímenes de excepción o abiertamente monopólicos en términos fiscales y en telecomunicaciones, mientras que la criminalización de amplios sectores que directamente son afectados en sus derechos por las reformas va consumando el ciclo de aprobación legislativa de las reformas. Se va generando el punto de vista único en términos ideológicos a partir del Pacto por México, y se quiere imponer como sentido común la unilateralidad con la que el reformismo de Peña Nieto difunde que no hay más camino que el de las reformas neoliberales.

Las reformas de Peña Nieto también son la herramienta para formalizar y hasta intentar legalizar la historia reciente de la represión en México; así, se justifica en términos ideológicos el uso de la fuerza militarizada del Estado en contra de la sociedad. Si el “uso de la fuerza” en Atenco (2006), que se transmite en vivo y en directo por televisión, es uno de los primeros ensayos en los que la represión de Estado se articula a la interpretación simplificada y mediática de los nuevos movimientos sociales, en Oaxaca, en el mismo año, esta represión cristaliza en ciertos métodos: la avanzada militar policíaca contra la APPO (Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca) ya se plantea en términos de “batalla”, y la organización popular ante los abusos del entonces gobernador Ulises Ruiz es objeto de una barbarización por parte de la franja corporativa de los medios de comunicación, de manera que, narrativamente, se “prepara” la liquidación policíaca de la APPO.

Este proceso de ensayos represivos culmina su ciclo de conformación el 1 de enero de 2012, entre columnas de humo y ante la furia con la que se recibe al gobierno de Peña Nieto. Se generan los nuevos enemigos internos del régimen de la restauración, que funcionan como la justificación transparente de la represión: los “anarquistas” que se vuelven visibles desde la toma de protesta de Peña Nieto y los maestros de la CNTE, que con el desalojo cuasi militar de su plantón, el viernes 13 de septiembre, son ya el objeto de la represión que deja la aplicación ideológica de las reformas de Peña Nieto, que al mismo tiempo expresa la potencia con la que el aparato policíaco-militar se adapta a las exigencias políticas del neoliberalismo. El Estado neoliberal, configurado también por la alianza de élite entre PRI, PAN y PRD, está listo para barbarizar a los “enemigos internos de las reformas” y desalojarlos de plazas y calles, así como del análisis de la opinión pública, a punta de improperios discriminatorios y racistas.

De la violencia deshumanizada al dolor que no se acomoda en la monotonía de los informativos (y de la permanencia del capitalismo triunfante)

Los medios de comunicación dominantes han cumplido con el veredicto peñanietista en materia de la no divulgación estridente de la violencia deshumanizadora. Si con Felipe Calderón la violencia se representaba mediáticamente como avanzada heroica y melodramatizada del Estado contra el crimen organizado, con Peña Nieto la violencia sigue su camino hacia la “normalización”. Más de 150 mil muertos, cifra que despersonaliza y anestesia la indignación, el luto y el horror, sólo que ahora con una variante encubridora: se impone el silencio para, al menos, pacificar al país desde los medios de comunicación dominantes, y se vuelve al viejo régimen de interpretación episódica de la violencia, desdeñando su proceso estructural.

Toda la herencia del horror que dejó el sexenio calderonista se resuelve como olvido en el primer año del gobierno de la restauración. No existe un diagnóstico medianamente completo de los homicidios contemporáneos, mientras una fosa común de expedientes que nunca se investigan perdura en el aparato judicial. Tampoco existen condiciones para elaborar un padrón amplio y confiable de desaparecidos en esta “guerra”, las mismas autoridades bloquean la viabilidad de este registro, los propios gobiernos prefieren invernar en la tregua engañosa de no investigar las causas de los homicidios. La narrativa de los familiares de las víctimas es prácticamente borrada del estilo corporativo de los medios de comunicación dominantes y del lenguaje restaurador del gobierno federal.

La crisis del Estado nacional se perfila como la gran obra colectiva que dejan tanto los gobiernos del PAN, Fox y Calderón, como este primer año del gobierno de Peña Nieto. Se advierte un círculo vicioso que refuerza la continuidad ideológica que Peña Nieto guarda con los dos gobiernos anteriores: si a las primeras de cambio el gobierno de Fox renuncia a cualquier intento de desmontar la corrupción del viejo sistema, instalándose rápidamente en la autocomplacencia como una forma de vivir de la respiración del antiguo régimen, Peña Nieto hereda la “guerra” de Calderón como estrategia única para combatir al crimen organizado, y vive de su respiración militarista en su actual empresa de recolonizar Michoacán, por ejemplo.

La pluralidad ya no es más una negociación en la mesa, que tiene como objetivo cambiar las reglas del juego democrático; quizá es preciso un nuevo aprendizaje para permanecer y sobrevivir ante la restauración de un autoritarismo que hace uso de viejas ideas sobre el orden y la jerarquía (el Estado como la figura que posee el monopolio de la violencia, por ejemplo), pero que tiene a su servicio poderosas estructuras policiales y represivas, con la herencia calderonista de esa pulsión militarista, ahora sin el manejo espectacular y mediático del Parte de Guerra, y sin la mención nada estratégica a los “daños colaterales”.

Restauración y crimen organizado funcionan bajo las leyes del capitalismo más agresivo. Con la economía nacional, legal e ilegal, al servicio de la competencia por los mercados en su dimensión transnacional, el culto por la ganancia se dispara cíclicamente en su deshumanización y va regionalizando el dolor, el horror y la muerte que deja esta competencia por el valor que se monetariza.

Para el gobierno federal, los recursos naturales, los bienes públicos, los alimentos, el agua, el gas y el petróleo, son vistos como simples mercancías, del mismo modo en que, para el crimen organizado, la vida humana y el dolor que produce el secuestro, la extorsión, la tortura y la muerte, son eso mismo exactamente: mercancías. De una siniestra manera, a un año de restauración, ese es el fundamento de la sucesión de la violencia y de las tragedias regionales y nacionales.
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