Epigmenio Ibarra
2013-08-30 • ACENTOS
Ya pagamos esa enfermedad de los gobernantes con sangre en el pasado reciente.
Más de 100 mil mexicanas y mexicanos murieron y más de 30 mil desaparecieron en una guerra que, para sentirse salvador de la patria, declaró Felipe Calderón.
Ayuno de resultados en todos los órdenes, no halló mejor forma de legitimarse, de dar resonancia, dimensión heroica a su gestión que ensangrentar al país.
Enarbolando, desde la seguridad de sus oficinas blindadas y sin poner jamás en riesgo su pellejo, una bandera manchada con la sangre de otros, quiso pasar a la historia como el hombre que liberó al país del flagelo del narcotráfico.
En vez de eso empoderó a los cárteles, corrompió hasta la médula el Ejército y la Marina, haciéndolos operar escuadrones de la muerte; extendió y profundizó la violencia, terminó de hundir al país en el abismo.
A sus histéricas arengas hicieron eco, salvo honrosas excepciones, los medios de comunicación.
Antes de alzarse como un contrapeso frente al poder. Antes de convertirse en la voz de la paz y la razón avalaron, apoyaron entusiastamente la cruzada personal de Calderón.
Miles de millones de pesos del erario fueron utilizados para celebrar la violencia, para bombardear a la población con campañas publicitarias y adormecerla y prepararla para aceptar la muerte sin chistar siquiera.
Las “buenas conciencias”, los señores de la pluma, el micrófono y la pantalla se alzaron clamando para que, a sangre y fuego, se restaurara —como si alguna vez hubiera existido en nuestro país— el imperio de la ley y el orden.
Calderón, el que, para sentarse en la silla presidencial, se burló de la Constitución y de la voluntad ciudadana expresada en las urnas, pretendió encabezar, como en el pasado lo hicieron los movimientos fascistas, a masas sedientas de paz y orden a cualquier costo.
Por el mismo sendero, el de la simulación, el descaro y la ignominia, transita ya Enrique Peña Nieto.
Difícil nos parecía a muchos que alguien pudiera igualar el fracaso de Felipe Calderón.
Subestimamos a Peña Nieto: en tan solo su primer año de gobierno ya superó, con creces, a su antecesor.
Sus yerros en todos los órdenes son brutales y, como Calderón, solo puede apostar por el ocultamiento y la suplantación de la triste realidad nacional a través del inclemente bombardeo propagandístico que, desgraciadamente, financiamos con nuestros impuestos.
Pagamos para que nos mientan. Sirven nuestros impuestos para que nos manipulen.
A punta de spots y lemas publicitarios gobierna Peña Nieto; partiendo de la suposición, tan propia de los ejecutivos de la tv, de que somos imbéciles, de que basta con repetir mil veces la mentira del México exitoso y competitivo para que nos la creamos.
Cuando lo cierto es que hoy México padece más violencia y más desempleo.
Cuando lo cierto es que México no alcanzará este 2013, ni siquiera, el triste 2 por ciento de crecimiento de los años de Felipe Calderón.
Toda la esperanza —vana— de revertir esa situación está cifrada en la aprobación de las reformas que impulsa Peña Nieto.
Reformas a las que mucha gente en este país y desde distintas posiciones se opone: por convicción ideológica unos, por decencia y patriotismo otros, por puro instinto de sobrevivencia los demás.
El problema es que ante la cerrazón del régimen, la cooptación de la oposición partidaria, el estruendo propagandístico, el coro uniforme de opinadores cantando loas al régimen desde la radio y la tv, muy pocos cauces quedan abiertos para dar salida a esas voces de oposición.
Medidas excepcionales han de tomar los que, enfrentando la capacidad de aplastamiento mediático del régimen, quieren hacer que se conozca la causa por la cual luchan, las razones que los mueven.
Los maestros en las calles de la Ciudad de México. Las autodefensas en Guerrero y Michoacán se ven forzados a experimentar nuevos métodos de lucha, intentan formas de responder los agravios del poder, de defenderse frente a sus abusos.
Responde el régimen alentando la intolerancia, fomentando el miedo y el odio contra quien protesta, contra quien se atreve a pensar diferente.
Que se aplique la ley claman histéricos esos que la han violado sistemáticamente.
Que se respeten los derechos de terceros vociferan esos otros para los que, esos terceros, jamás han existido.
Que se haga valer el estado de derecho exigen los mismos que lo han dinamitado desde sus cimientos.
Si de respetar la ley se tratara, realmente jamás hubieran cruzado el umbral de Los Pinos ni Felipe Calderón ni Enrique Peña Nieto.
Si de respetar la ley se tratara, hace mucho que el PRI, desde el Pemexgate, hubiera perdido su registro.
Apuestan a la desmemoria de unos. A la complicidad de otros. Al adormecimiento de la mayoría.
Se sataniza a los maestros y a quienes consideramos justa y necesaria su lucha.
Se incita al linchamiento. Se exige el uso de la fuerza.
Ahí están los panistas que, cómplices, callaron ante la masacre de Felipe Calderón convertidos ahora en guardianes de la paz pública.
Y ahí los perredistas, los del Pacto por México, abriendo camino a la represión al deslindarse de la causa del magisterio.
El coro es unánime. El estruendo brutal.
El poder lo fomenta. Se prepara para usarlo como coartada.
Y es que Enrique Peña Nieto, sin más que fracasos en su haber, tiene miedo, el mismo miedo que hizo a Calderón ensangrentar el país.
El miedo que, en los gobernantes mediocres y sin legitimidad de origen, produce el síndrome del salvador de
la patria, que los lleva a hacer de la violencia del Estado su única bandera, su único refugio.
¿Cuánto costará al país el miedo de Peña Nieto?
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