A estas alturas no creo que quede alguien que ignore que La Laguna tiene un grave problema de agua. Aunque, para ser preciso, el nuestro no es un problema de agua. El problema es su uso indebido y, en demasiados casos, ilegal. Dos grandes ríos, los más grandes de México que no desaguan al mar, conducen la abundancia desde la Sierra Madre hasta acá y así originaron la vasta zona de humedales que nos dio identidad.
Antes, a finales del Pleistoceno, La Laguna era un gran lago. Este antiguo, enorme lago cubría buena parte de la superficie de los actuales municipios de San Pedro, Madero y Viesca. Las dunas que vemos en Bilbao, La Cuchilla y Acatita son testigos de aquel gran cuerpo de agua, que ya no era cuando inició la colonización de estas tierras. Hace quince mil años, con el planeta más fresco y estos cielos más húmedos, las orillas de este lago eran vastos bosques de pinos y de táscates. Un terreno surcado por enormes mamíferos ya extinguidos: mastodontes, perezosos gigantes, osos chatos, enormes lobos, leones y tigres dientes de sable.
Con todo, cuando empezó el desarrollo moderno de La Laguna aún quedaban restos de aquel lago, las lagunas de Viesca y de Mayrán. Los bosques ya no eran y la megafauna había pasado al olvido. Con todo, a los vastos humedales de La Posta a principios del siglo veinte llegaban las hoy rarísimas grullas blancas y los castores eran comunes.
Luego, La Laguna fue poblada por fuereños. Desplazamos a los nativos de su hogar de milenios. Donald John Hall recordaba a los antiguos habitantes del Río Colorado como podr{iamos recordar a las docenas de pueblos que habitaron nuestra región: “Nadie sino indios vivieron en este país, y sólo existieron como parte de él. Nunca intentaron imponerse, crecieron en él como crecen los árboles. El paisaje era su comida, su bebida, su religión y su vida, Sus cantos y rezos eran de la tierra, del cielo y de la lluvia. Nunca lucharon contra este país, lo usaron como una parte de ellos mismos. Pasaron por él en silencio, dejando tan poca huella como la luz cuando pasa por el viento”.
Los fuereños llegamos con una fe religiosa y la misión de vencer al desierto. Con lluvia tan escasa, esto significó frenar y desviar ríos. Más tarde, cuando eso no fue suficiente para nuestra avaricia, este furor nos llevó a poner grandes presas y extraer el agua de los depósitos subterráneos, antiguos y finitos. Lo que nos trajo hasta el desastre actual.
Quienes deciden hoy nuestro futuro –los lecheros y Conagua- nos venden una salida que no es: que el gobierno regale ocho mil millones de pesos para tecnificar el riego. Tecnifiquemos antes que cuestionar el modelo y sus motivaciones. Todo menos ir a la raíz del desastre. Pero, ¿No son las grandes presas y los canales encementados parte fundamental del problema que tenemos? ¿No son estas estructuras, junto a los pozos agrícolas, elementos de la tecnificación del riego? La tecnificación siempre ha servido para ampliar la frontera agrícola, nunca para ahorrar agua. La tecnificación que hoy se pide será igual, una herramienta para que siga la destrucción. Porque más que cambiar como ponemos el agua sobre la tierra, urge poner coto a nuestra avaricia. Ver lo que hay y lo que habrá y decidir de la mejor forma de prosperar y ser felices con los límites que la naturaleza nos ha dado. Dejar de ser fuereños. Volvernos nativos.
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