El primero de diciembre se perfilaba para ser un día de transición (entre un abogado con espíritu de asesino y un ignorante, obsecuente hijo del salinismo) “pacífica”. Extrañamente los millones de votantes que optaron por el PRI no se encontraban por ninguna parte a menos que hayan aparecido disfrazados como granaderos y entre tanto alboroto me haya sido imposible discernir entre un consumidor de Soriana y un elemento del heroico cuerpo de granaderos.
Llegué a las afueras de San Lázaro para encontrarme con un panorama de película. En un extremo un camión chocado contra las vallas y del otro lado un grupo de uniformados ingeniando la forma para disparar una bomba de gas lacrimógeno. Mucha tecnología, supongo, ellos tan diestros en el uso de la macana y del escudo como herramienta de trabajo (lo comprobé cuando fui agredido el 2 de octubre de este año). Las columnas de humo, provenientes del fuego por las bombas molotov ilustraban el paisaje, indicando que era claramente una zona de guerra (casi casi como la que Calderón nos dejo en todo el territorio nacional). De nuevo la incertidumbre arropó mi corazón: los priistas tan amantes de los delantales rojos y las estufas con el logo de Peña Nieto ¿dónde andarán?
Posteriormente acudí al Zócalo, convertido en cuartel militar. Rejas y policías cuidando la zona, resguardando que ningún ciudadano pasara a saludar al nuevo “jefe del ejecutivo”. Una lástima porque yo quería unirme a la comitiva de invitados selectos y preguntarle a Peña si sabía de qué tamaño eran las balas de goma con que pacíficamente había atacado a manifestantes o si conocía el peso de una bomba de gas y sus efectos al ser disparados (brillantemente) a unos metros de distancia, justo en la cabeza de un “revoltoso de la prole”. Ya no pude, no me dejaron pasar y en cambio un policía montado en moto se empecinaba en dejar una huella de su llanta delantera en mi ropa. Tan amable la propuesta y yo tan grosero.
Hay que aplaudir la hazaña bélica del flamante subsecretario Mondragón y Kalb, pues de veras me hizo sentir protegido por la SSP (y eso que es su primer día de trabajo, ¡estrellita dorada en la frente!). Al ver a ese granadero detener un muchacho sometiendo su cuello con el brazo confirmó mi tranquilidad. Ahora sí estamos en buenas manos. Ya saben porque las personas como yo, aunque estudiemos y procuremos superarnos, si rompemos un vidrio somos inmediatamente delincuentes. Merecemos todo el peso de la ley, como los campesinos que reclamaban sus tierras en Atenco y como las mujeres, quienes por serlo, fueron asesinadas en el Estado de México impunemente.
Mientras escribo esta columna hay 96 detenidos, aunque las cifras oficiales (que desde el 68 tienen mal el aparatito para contar, ha de ser un ábaco de tiempos del Tata Cárdenas) contradigan la cifra. Muchos de ellos fueron detenidos por el grave delito de manifestarse pacíficamente, ya ven cómo son iguales todos esos rebeldes y vándalos…se los decía, es mejor quedarnos en casita, ver la toma de posesión mientras engullimos palomitas. ¿Para qué preocuparnos por un sujeto que se robó el poder y no gusta de la lectura? ¿Para qué, en nombre de mi madre, nos exponemos cuando es mejor aceptar que las cosas no pueden cambiar y que nos puede gobernar quien sea? Bueno, no cualquiera nos puede gobernar, si es un guapetón de telenovela pues qué mejor.
Usted perdonará, querido lector, el sarcasmo de mi columna pero es tanto lo que hoy he sufrido y llorado que quise reírme un rato del día tan oscuro que significó este 1º de diciembre. Corrí, sudé y grité para defender el país que tanto amo y que seguiré amando hasta que me lo permita la policía secreta de Don Miguel Ángel Osorio Chong. Entiendo que este día pasará a la historia pero recuerden que fue un día que no debió ser. No podré olvidar la sangre provocada por granaderos ni la impotencia de ver camionetas blindadas de indiferencia para con el pueblo, con la prole.
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