Partido o movimiento
El pasado 1 de julio y en las semanas posteriores el régimen oligárquico exhibió su determinación de torcer las leyes electorales –en letra y en espíritu– para provecho propio, de desvirtuar el sentido original de los procesos e instituciones democráticos y de convertirlos en un mero instrumento de legitimación. Por tercera ocasión desde la instauración del modelo neoliberal, el grupo gobernante atropelló la voluntad popular e impuso a la mala –es decir, violentando la letra y el espíritu de la legislación electoral– un resultado que ya tenía preparado de antemano, y hoy se encamina a consumar una nueva imposición en la cúspide de la institucionalidad política.
Algunos sectores de la izquierda electoral se limitaron, una vez más, a obtener provecho de la ola de movilización cívica que la colocó, según las cifras oficiales, como segunda fuerza política, y a renglón seguido se avinieron a la vida muelle de una oposición parlamentaria domesticada. Muchos ciudadanos que participaron activamente en tal movilización encajaron el golpe con una muestra de desaliento y rabia, dieron por ratificado el rechazo a la política y a los políticos, confirmaron que resulta intransitable la vía electoral para lograr transformaciones sociales y políticas y han optado por concentrarse en la organización de movimientos ciudadanos capaces de presentar respuestas coyunturales a la ofensiva oligárquica –expresada en los intentos de reformas legales laboral, energética y hacendaria y en la consumación de la imposición, el próximo 1 de diciembre–, o incluso por el repliegue personal o la desbandada grupal. El núcleo duro del lopezobradorismo, por su parte, se ha concentrado en la definición de una estructura organizativa perdurable: el Movimiento de Regeneración Nacional, Morena.
Dentro y fuera de este núcleo tiene lugar la discusión de si Morena debe desarrollarse como movimiento o como partido político con registro. Los partidarios de lo primero señalan, con razón, que la creación de un nuevo partido conlleva el riesgo inevitable de la cooptación por el régimen, tal y como le ocurrió al PRD, el cual acabó por olvidarse de los movimientos sociales y acabó representando los intereses de su propia burocracia, embarnecida en los cargos de representación y subyugada por las prerrogativas automáticas que el sistema político otorga a los partidos registrados.
En efecto, las reglas vigentes propician que los individuos interesados en el dinero y en las prebendas se apoderen de los partidos políticos, en detrimento de los militantes honestos y desinteresados. La cooptación por dinero y privilegios o por amenazas alcanza grados de vergüenza en los ámbitos estatales, en los que los gobernadores suelen convertirse en los verdaderos jefes de los partidos de “oposición”.
Otra faceta peligrosa de la conversión en partido con registro es el automático sometimiento de la organización a las órdenes de las instancias judiciales electorales, dominadas –como pudo constatarse con el vergonzoso fallo emitido el pasado 30 de agosto por los magistrados del tribunal electoral y como se sabía desde noviembre de 2008, cuando esa misma institución impuso a Jesús Ortega en la presidencia del PRD.
Quienes propugnan la búsqueda de la patente electoral señalan, también con razón, la improcedencia de abandonar los escenarios electoral y parlamentario en la lucha por la transformación del país y la necesidad de que en ellos la izquierda realmente interesada en transformar al país y en acabar con el régimen oligárquico tenga una instancia propia a fin de capitalizar su caudal electoral en vez de regalarlo a otros partidos para que éstos se sirvan con la cuchara grande en la conformación de bancadas legislativas.
Entre las posturas de quienes califican la vía electoral como intransitable y quienes la consideran irrenunciable quizá haya un adjetivo intermedio: insuficiente. Tal vez desde allí pueda empezar a concebirse un partido que, sin renunciar a la participación en comicios ni a los puestos de representación popular, sea capaz de mantenerse fiel a las gestas sociales y a los marcos programáticos que le dan sentido; o un movimiento con organización precisa y clara y con la fuerza necesaria para llevar a representantes suyos a las instancias parlamentarias.
El debate está vivo y es imprescindible.
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