Ya son casi 6 años, los que lleva el sacerdote Alejandro Solalinde Guerra realizando su labor pastoral a favor de los migrantes, en 2006, supo que su tarea enfrentaría obstáculos y peligros.
El sacerdote Solalinde Guerra por fin realizó su sueño al comprar en el año 2008 en 350 una hectárea y media en el sector sur, ubicado a unos 500 metros al poniente del patio de maniobras del tren, a través del matrimonio formado por Doris y Ernesto, para evitar que las autoridades municipales impidieran la compra, cuyo valor fue de 350 mil pesos.
“Me duele el pecho y todo el cuerpo por la ceguera de mi obispo que no entiende la dimensión de la fe para proteger los derechos de los hermanos centroamericanos”, había dicho Solalinde, quien unos tres días antes de ingresar al hospital civil de Juchitán el miércoles 8 de agosto, con el diagnóstico médico de dengue clásico, se veía agobiado y a punto de llorar.
Son cinco años desde que inició su labor pastoral a favor de los migrantes, Alejandro Solalinde observa a su alrededor donde se cimentó el refugio con tenacidad y esfuerzo, y explica que primero enfrentó a dos gobiernos priístas, después a Los Maras, luego a los plagiarios de migrantes y después a los malos policías extorsionadores.
Solalinde Guerra sabe que aún en medio de las decisiones de la jerarquía católica que pretendían reubicarlo en una parroquia, se autodefine como un misionero a favor de los migrantes provenientes de Centroamérica.
Con 67 años cumplidos, el sacerdote, dijo sentir “adolorido porque la jerarquía de la Iglesia, aunque no toda la institución, no ha entendido que debe estar del lado de los pobres, de los que sufren, como los migrantes de Centroamérica, quienes corren el riesgo de quedar indefensos y más vulnerables.
“El obispo tiene todo el poder para removerme, pero su poder no es suficiente para doblegar mi conciencia”, repitió varias veces Solalinde, antes de que la Conferencia Episcopal Mexicana difundiera la postura del obispo Óscar Armando Campos Contreras, en el sentido de que no le había pedido al fundador del albergue que dejara su misión con los migrantes.
En cinco años de trabajo, Solalinde Guerra ha atendido a cientos de migrantes lesionados por La Bestia, atacados por violentos fogonazos que frenan el sueño americano y secuestrados por bandas que ven en los centroamericanos una jugosa mercancía productora de dinero, pero también ha enfrentado la incomprensión de la iglesia, las amenazas de muerte y la cárcel, como ocurrió el 11 de enero de 2007, cuando acompañó a los indocumentados a buscar a 12 mujeres que habían sido plagiadas en la estación del tren.
“Toda esa experiencia me ha dolido, incluso cuando quisieron quemar el albergue el 24 de junio de 2008, pero nada me ha dolido más que saber que la iglesia no entienda mi labor pastoral. Desde un principio sabía que mi trabajo no sería fácil, ya vislumbraba los peligros, pero hay que seguir hacia adelante”, sostiene Solalinde Guerra, quien libra ahora una batalla para recuperar su salud tras cinco días de permanecer hospitalizado con el diagnóstico de dengue clásico, que, de acuerdo con las autoridades de salud, se ha disparado este año por la “importación” del mal, desde los países de Centroamérica.
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