18 de enero de 2012

Sierra Tarahumara, mexicanos en cavernas | Revista CONTRALINEA

KIKKA: Sierra Tarahumara, mexicanos en cavernas | Revista:

Zósimo Camacho / David Cilia, fotos / enviados
Habitan cavernas y viven alcoholizados: es más fácil conseguir tesgüino que agua potable. En sus propias palabras, “muchas veces es lo único que hay para llevarse a la panza”. Harapientos, su patrimonio es la pila de ramas secas a la entrada de la cueva y lo que llevan puesto. Nacen y mueren sin que exista un registro oficial de ellos. No cuentan con acta de nacimiento ni saben cuántos años tienen.


Son hombres, mujeres y niños rarámuris que sobreviven en el corazón de la Sierra Tarahumara , adonde los aventó hace siglos el chabochi o conquistador y, por extensión, el mestizo, de quien siguen huyendo y, despavoridos, corren aunque se les grite que son médicos o maestros quienes esporádicamente los buscan. En la profundidad de las barrancas o en la cima agreste de las montañas, arañan, con rudimentarios instrumentos, las peñas casi desnudas para arrancarles algo de sunú o maíz.
Con esta entrega –de un municipio que oficialmente no se encuentra entre los más pobres del país, porque los encuestadores enviados por los gobiernos no llegan a las recónditas comunidades serranas y la cabecera municipal es “próspera”–, Contralínea concluye la publicación del reportaje, en 14 partes, de Miseria Criminal.



Batopilas, Chihuahua. El viento parece mecer a los infantes, niños, jóvenes y viejos reunidos entorno a una olla de tesgüino, bebida embriagante de maíz fermentado. Sentados en una viga carcomida o en el suelo, con la barbilla puesta en sus rodillas, divisan los enormes peñascos rosados y grisáceos de esta Sierra Tarahumara, declarada por el gobierno federal “Parque Nacional Barrancas del Cobre”. Abuelos, de alrededor de 50 años, y nietos, quienes rondan los cinco, se pasan la hueja luego de darle algunos sorbos. Todos están borrachos. La familia de José Rodrigo Torres casi está completa: sólo sus hijas y nueras huyeron al advertir la presencia de chabochis. Convive junto a la milpa en la que han sembrado maíz, frijol y calabaza. Se trata de una pequeña ladera entre los abruptos acantilados de la cadena montañosa. De manera atropellada, y mediante intérprete o español entrecortado, señalan que no saben de edades, que no han recibido nunca atención médica y que comen sólo maíz y frijoles “cuando hay”. Generalmente se alimentan de quelites que buscan entre el monte.

"Pasan años pa´que comamos carne": Entesguiñados

—¿Cuándo fue la última vez que comieron carne?
La pregunta los deja atónitos. Guardan silencio por unos segundos y luego estallan en carcajadas y en una gritería en la que todos hablan al mismo tiempo.
“¿Carne? No, pues muy a lo largo... a lo largo. Pasan años pa’ que comamos carne y solamente cuando alguien nos convida. Los bukes (niños pequeños) ni la conocen”.
Una voz gruesa irrumpe con un lamento. Es la abuela que ha comenzado a cantar “para que llueva, se dé el maicito y tengamos milpa que trabajar”. Ana María Castillo –quien dice haber tenido “como 22 hijos”, de lo cuales “no se lograron” ocho– dirige su canto al cielo y el abuelo se levanta a bailar. Sus pies descalzos golpean lenta y rítmicamente la tierra y levantan polvo rojizo. Los ojos de la mujer, hinchados y acuosos, están cubiertos de una secreción turbia. Dice: “desde hace unos meses ya casi no veo”.
Antes de que oscurezca, se trasladan a su morada: una cueva, abierta como pequeña herida en la montaña. Tambaleándose, caminan por un estrecho sendero en el que cabe una sola persona; de un lado, la roca y los arbustos espinosos; del otro, la barranca de la que apenas se escucha el rumor del río.
El acceso de la caverna mide aproximadamente un metro. Ahí han apilado ramas secas con las que encenderán la fogata. El interior es más amplio y caben alrededor de ocho personas. Su tosco metate sólo es piedra contra piedra; también se observa una botella con agua y dos cobijas. Es el patrimonio de la familia. No todos pueden dormir aquí. Sólo los abuelos, los niños y las mujeres solteras gozan de la protección de la hendidura rocosa. Los demás pernoctan bajo chozas improvisadas con ramas y tierra o a cielo descubierto.
Los niños no van a la escuela, pues “el maestro que vino nomás estuvo dos días y se fue”, dice Antonio, quien tiene cuatro hijos menores de 10 años, “más una que se me murió”.

Antonio en su cueva y junto a su "patrimonio"

José Guadalupe comenta que “doctor nunca viene. Sabemos que hay brigadas, pero nunca llegan acá. Andan de esa sierra pa’ allá” y señala, a lo lejos, una cordillera de coníferas. “Pasa lo mismo que con eso del Procampo”, añade. Al lugar se le conoce como La Mesa de Egüis. Se encuentra, aproximadamente, a 60 kilómetros de esta cabecera municipal, que se recorren a pie por alrededor de nueve horas; o cuatro, en camioneta por una brecha accidentada. Pero no sólo los rarámuris padecen la miseria y la ausencia de servicios. Los ranchos de los campesinos mestizos tampoco cuentan con luz eléctrica, servicios médicos ni tierras fértiles. Son casi tan pobres como los indígenas. La dieta de la familia Egüis, que levantaron sus modestas casas de adobe junto a un arroyo, es casi idéntica a la de los rarámuris; pero pueden comer queso de cabra y café, los cuales comparten algunas veces con los indios.


Munérachi

Munérachi. "Adustos e inmóviles, parecen impacibles ante la tragedia.
Cuatro pequeños montones de piedras que sostienen una lámina constituyen la “casa” de Federico y Martha. El sol se ha puesto y, como ayer, hoy tampoco comieron nada. “Yo creo que mañana sí encuentro quelites”, dice serenamente Federico, quien tiene aproximadamente 17 años. Su mujer, ligeramente menor que él, amamanta a una bebé de ocho meses. La joven madre ingiere agua de lluvia recolectada en botellas de plástico.
El cielo encapotado y el aire húmedo anuncian los aguaceros nocturnos. Saben que la lámina no les servirá de nada, pero dicen estar acostumbrados: “nomás así siempre la pasamos”.


La "casa" de Federico y Martha. La familia puede pasar dos días sin comer

Tampoco hay médico en esta comunidad, aunque las brigadas de salud llegan cada uno o dos meses. Los habitantes cuentan con un viejo internado para los niños en el que no hay maestros desde hace medio año. Perros con sarna se pasean por una abandonada cancha de basquetbol. La vieja iglesia es la única construcción que cuenta con gruesas y altas paredes. También se encuentra cerrada y, a través de los orificios de las puertas apolilladas, se advierte un templo rústico y pobre. Vicente Rivas, el comisario policía de esta localidad, habitada aproximadamente por 600 personas, dice que “aquí lo que más falta hace es clínica con doctor”. La autoridad tradicional expresa que la gente se enferma de neumonía y los niños no están bien alimentados. Agrega que “la gente luego se muere de repente sin saber ni de qué”. Cuando una persona de esta comunidad cae enferma, sus familiares acuden al sucurúami o curandero, quien “a veces cura la diarrea, la neumonía y la calentura con raíces y cantos”. Munérachi se encuentra a más de siete horas, recorridas a pie, de la cabecera municipal. Para llegar al centro de salud deben atravesar dos ríos que en temporada de lluvias son imposibles de cruzar. El agua que ingieren es “del aguaje”, es decir, de una pila dispuesta para captar el agua de lluvia. Rodrigo Soto Gutiérrez, de alrededor de 50 años, muestra su casa: dos pequeñas habitaciones de adobe con techo de ramas y tierra. Al interior se observan dos petates, dos costales de maíz, una pala, un azadón, un bielgo y un hacha. Además, un altar a la virgen de Guadalupe y a San Judas Tadeo. Desde lo alto de un peñasco, Rodrigo Soto observa caer la noche. Dice que los sacos de maíz le alcanzarán a su familia sólo para dos semanas más “y el cielo no quiere llover bien”. Erguido y de semblante duro, cruza los brazos. Pareciera estatua de bronce colocada sobre un risco. Se ha quitado la napacha o blusa. El viento le mece el isigura o taparrabos. Sólo escucha el sonido estridente de las chicharras que, luego de la puesta del sol, domina el monte.


Guamuchili

En lo profundo de la barranca, y a orillas del río Batopilas, está la cueva de José María Layo. El viejo no ve definitivamente de un ojo. Del otro, le escurre una lágrima espesa que “hace que todo se vea empañado”. Camina a pasos cortos ayudado con un bastón; pero se muestra ágil al atravesar los arroyos. Casi no entiende el español y muy pocas frases puede decir “en castilla”. Llovió toda la noche anterior y el estruendo del río crecido hace que cualquier diálogo sea a gritos. José María no sabe cuántos años tiene, “pero ponle que como 500”, dice con seriedad. Tiene nueve años viviendo en esta cueva. Antes vivía en otra de la sierra. “Me bajé porque aquí tengo cerca el agua”, comenta y, con una mueca, señala al río. Nunca fue a la escuela y nunca había sido atendido por un médico hasta que se acercó a esta cabecera municipal, hace dos meses, desesperado porque está a punto de perder la vista. Camina cada semana alrededor de 15 kilómetros para que sea revisado por el médico. Ha recibido el apoyo del presidente municipal. Vive con un hijo, su nuera y tres nietos. La cueva no es profunda y ni siquiera puede resguardarlos completamente de la lluvia. María, de siete años, carga, amarrada por la espalda, a su hermana Rosita, de tres meses. Juega, junto con Juan, de dos años, con el agua verdosa encharcada en el interior de la cueva. José María ha colocado ramas delgadas para colgar sus pertenencias y con ello evitar que se mojen: el guare o cesto de tortillas, las cobijas, el petate, la hueja o cuchara y las bolsas de ropa que les fueron entregadas en la presidencia municipal.

Guacaibo
Los niños se pasean, descalzos y silenciosos, por las milpas. Infestados de parásitos, su vientre les crece grotesco, aunque el resto de su cuerpo se observe delgado y blancuzco. Porfirio Méndez Enríquez, el comisario policía de la comunidad, sostiene entre sus manos a Óscar Diego, de dos años. El infante, débil y con un estómago de 30 centímetros, no puede sostenerse por sí mismo. “Éste es el niño más jodidón. Está muy panzoncito. Ya está que revienta. Lo bajamos a Batopilas hace como dos meses y de ahí se lo llevaron hasta Chihuahua. Lo vieron unos doctores y hasta medicina nos dieron; pero ya se acabó y aquí cómo vamos a conseguir. Sí le había bajado su pancita pero ya le creció otra vez. Luego se enferman como de gripa y calentura, que dicen que viene siendo paludismo”, explica Porfirio. Sin embargo, los niños no son los únicos que muestran vientre abultado. Los adultos también padecen de enormes estómagos sin que sepan cuál es la causa. Beben agua de lluvia que captan en grandes tinacos o extraen de los pozos. Porfirio Enríquez dice: “He bajado a Batopilas a hablar con la doctora que está ahí para decirle que necesitamos doctor acá. Me dice que no hay presupuesto; pero yo le digo, no le hace que no haya presupuesto: acá hay gente. Primero hicieron que nos ilusionáramos con que sí iban a mandar. Hace como cinco años nos dijeron que era cosa de que nomás hiciéramos la casa de salud. La levantamos de adobe y hasta puertas le pusimos y todo. Nunca llegó nadie y ahora está ahí toda inservible”. Agrega que “sí se han muerto personas porque no se les atiende. Ya nos conformamos con que viniera un doctor cada mes. Mira a esta otra chiquita: es Jesusita y no quiere crecer”. La niña, de seis años y 16 kilos, se oculta entre las piernas de Porfirio. La comunidad se encuentra en la parte más alta del municipio. Casi en las cimas de las montañas, gozan de algunas praderas y bosques de ocotes. Sin embargo, el agua no es suficiente. “Aquí tenemos muchas ganas de trabajar. Necesitamos una presa. Nosotros mismos la hacemos, pero necesitamos material. Con una presa, podríamos tener riego y hasta agua para bañarnos, porque ahorita casi toda es para tomar. Y, a veces ni para eso tenemos”.


El Tablón
El viejo Higinio Osorio Rentería, de 77 años, levanta cuidadosamente su pantalón y descubre su pantorrilla. Las moscas, ligeras, se apeñuscan en una masa tumefacta y sangrante. La herida nunca cicatriza y se extiende apresuradamente. Nadie sabe qué enfermedad lo aqueja ni las causas de ella.
“Me enfermé de llagas. Nomás primero me dolió el empeine; luego llegó la calentura, y a los pocos días me salieron manchas rojas. En julio, cuando estaba desyerbando una matita de maíz, me di cuenta de que ya tenía más manchas y las llagas. Mi otro pie está como adormecido.”

Osorio Rentería, enfermode "llagas". El médico más cercano, a nueve horas.
Más de 12 horas, a pie por senderos escabrosos, separan al viejo de la cabecera municipal de Batopilas, donde un médico podría atenderlo. “Nunca ha venido un doctor por acá o, por lo menos, a mí no ha tocado verlo y, la verdad, yo ya no puedo bajar”, asegura. Las brigadas médicas tampoco llegan hasta esta ranchería habitada por mestizos. El anciano vive solo. No cuenta con familiares. Sus vecinos procuran lavarle las heridas con agua y yerbas. Bacilio Portillo Castillo, de 57 años, lamenta la falta de servicios médicos: “Aquí sí se han muerto. Apenas llevábamos a Batopilas a un chamaquito. Lo vimos enfermo un día en la mañana; le dimos remedios y parecía que se componía. Ya en la noche se puso muy malo y por la mañana lo echamos en el lomo de un burro rumbo a Batopilas; pero como a la hora de camino, se acabó el niño. Tenía seis años”. El campesino, de sombrero, huaraches de tres puntadas y daga en la cintura, expone que en la ranchería no llega Procampo ni Oportunidades. Tampoco los niños van a la escuela, pues el maestro se fue hace de cinco meses. “Aquí necesitamos muchas cosas; pero comida es lo que más hace falta. Necesitamos también un puente colgante para atravesar el río, porque en temporada de lluvias no hay siquiera ni cómo ir a conseguir las cosas a otro lado.” Cuesta abajo, rarámuris salen al paso de los forasteros. No pronuncian una sola palabra ni responden a vocablo alguno que no sea el kuira’, saludo tarahumara. Adustos e inmóviles, parecen impasibles no sólo ante los agrestes clima y orografía sino también ante el hambre, la enfermedad y la tragedia.
Desde las veredas, se observan en las laderas a otros que yacen desmayados y con el rostro sangrante. Son los entesgüinados que, solitarios, despertarán para seguir arañando peñascos y huir, sierra adentro, de la voracidad del chabochi.

Procampo, una estafa
Los indios bajaron de los cerros. La plaza de la cabecera municipal de Batopilas se llenó de colores. Aún no amanecía cuando, silenciosos, inundaron por cientos el centro cívico del municipio. Descalzos, y algunos con huaraches de tres puntadas, caminaron durante cinco, siete, nueve horas. Otros durante un día y algunos más durante dos. Vienen de las barrancas, las mesetas, la sierra y las montañas. Invariablemente, las mujeres cargan a la espalda uno y hasta dos hijos. Llegaron convocados para recibir el Procampo. Sin embargo, la mayoría vino en vano: les piden documentos que ni remotamente tienen: acta de nacimiento y credencial para votar, pasaporte, cartilla del servicio militar o, incluso, licencia de manejo. Como el chabochi es dadivoso, les perdona la firma a quienes nunca han tomado una pluma y les dice que con su huella digital basta. Claro que lo del acta y la identificación oficial no lo puede perdonar. Ya sería demasiado. Así que es una lástima, pero no se les puede dar el apoyo. Los indígenas serios, impávidos, esperarán en la plaza hasta que anochezca. Ni se acercan al enviado del gobierno federal. Sólo lo miran, atentos, con la esperanza de que los llame para darles “el recurso”. Nada de eso ocurre. Cuando el sol se ha ido, el chabochi trepa a su camioneta y se va. Entonces los indios, igualmente silenciosos, emprenden, veredas arriba, el regreso a sus cuevas, laderas y barrancas. Hay quienes ya han salvado los obstáculos que representan el acta de nacimiento y la identificación oficial. Son pocos: alrededor de 400. Para ellos es inminente la entrega “del recurso”. Reciben un cheque por mil 160 pesos. Sí, un cheque en medio de la sierra tarahumara. Las sucursales bancarias más cercanas están en Ciudad Cuauhtémoc: a cientos de kilómetros.

Pero el chabochi también trae la solución: en las tiendas de la cabecera hay quienes se preparan con dinero y les hacen el favor a los indios de cambiarles sus cheques por efectivo. Por supuesto, hay una comisión de por medio. Por cada canje, les quitan a los rarámuris entre 150 y 300 pesos. Pero “nadie los obliga, ¿eh? Ellos hacen con su cheque lo que quieren”. Incluso, algunos rarámuris dicen que el propio representante del gobierno federal les quita cien pesos “por haberles hecho el favor de haber llegado hasta aquí: es para la gasolina”. Rafael Olivas Gutiérrez es el coordinador de comercialización agropecuaria en el distrito 010 San Juanito de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación, delegación Chihuahua. El funcionario encarna en este momento, lo que el chabochi es para los indios. Blanco, alto, de gafas oscuras y botas con punteras, Olivas Gutiérrez dice que el hecho de que hayan venido cientos de indios a cobrar cuando “no les tocaba” fue por una “mal interpretación de ellos”. Rechaza que los representantes del gobierno federal cobren dinero por traer los cheques y dice que por lo menos de parte él no hay “ninguna quita” al cheque. “Si en las tiendas les cobran, nosotros no tenemos injerencia”. Los rarámuris que sí cobraron emprenden el camino rumbo a sus moradas, repletos de comida chatarra, cervezas y refrescos.

Paliativos para combatir la miseria

Jesús Salvador Hernández Vega, presidente municipal de Batopilas, señala que la carencia de servicios sanitarios es los que “más le pega” al municipio. Reconoce que algunos niños rarámuris de la sierra viven “tan desnutridos y pobres como los africanos”. Postulado por el Partido Revolucionario Institucional y profesor de carrera, admite que la pobreza en que viven los indígenas “es bastante extrema” y, ante la ausencia de una política federal para combatir integralmente la miseria, “lo que hacemos nosotros sólo son paliativos”. Ejemplifica con los 850 paquetes de mejoramiento de vivienda que su gobierno pudo entregar. Fueron 850 familias beneficiadas con lámina y cemento, pero lo requieren miles. “Hay indígenas que no tienen ni qué comer. Y eso no se resuelve más que con inversión y proyectos ambiciosos en el ámbito de la producción. Por ejemplo, hay comunidades que están pegadas a los ríos y tan sólo con un sistema de bombeo de gravedad, podrían hacerse de un sistema de riego para sus milpas y huertas y adquirir un mejor nivel de vida.”

El presupuesto anual del estado es de 28 millones de pesos. “Eso es todo lo que tenemos para hacer la infraestructura básica de todo el municipio: alcantarillado, escuelas, agua potable, electrificación. Está por hacerse todo y por supuesto que con esa cantidad es más que imposible. Todo se diluye”. Hernández Vega critica que los proyectos gubernamentales se conciban en los despachos citadinos sin tomar en cuenta las condiciones de las localidades donde se aplican. “Nos enviaron 628 mil pesos del programa Alianza para el Campo. Esa cantidad, diseminada en 9 mil familias indígenas. Qué se puede hacer con eso. Además, los proyectos que llegan, vienen con la política de que el gobierno pone el 70 por ciento y el campesino el 30. Pues eso funcionará en otro lado; pero en la Sierra Tarahumara, no. Los indígenas no tienen ese 30 por ciento. Se les tiene que poner el ciento por ciento.” Reconoce que la relación entre las autoridades municipales y los rarámuris “es todavía distante”. Dice que pasaron cientos de años en los que prácticamente no hubo contacto alguno. “Durante mi gobierno se avanzó mucho y ya se acercan y están aquí. En muchas comunidades todavía no aceptan al maestro y hay resistencia a todo lo que planteamos. Pero es que, hay que decirlo, para ellos durante mucho tiempo, cada que llegaba el chabochi, como nos llaman a nosotros, a ellos les iba mal: se daba al traste con su patrimonio, sus chivas, sus vacas.”

El presidente municipal reconoce que la desnutrición infantil y los problemas de salud son la principal urgencia del municipio. “No quiero ser alarmista; pero sí ha habido casos de niños en condiciones mucho muy críticas, que casi se les puede comparar con niños etíopes o kenianos; esos son casos aislados, pero sí hay mucha desnutrición”. Señala que los servicios de salud no son suficientes y demanda la creación de un hospital, pues en el único centro médico de todo el municipio no hay material quirúrgico, rayos X ni laboratorio. “Además, por las características de la zona, necesitamos especialistas en ginecología, pediatría y ortopedia”. Sobre la existencia de pistas de aterrizaje clandestinas y los informes que señalan que la Sierra Tarahumara es uno de los lugares donde se cultiva marihuana, el presidente municipal de Batopilas señala: “Aquí en la cabecera municipal y sus alrededores no hay droga. Probablemente haya en las comunidades más escondidas. No podemos cerrar los ojos a la realidad: no hay tierras de cultivo, no todos tienen ganado. Habrá quien en su momento se dedique a ello porque hasta se ha ido haciendo parte de una cultura: la gente no tienen que comer y alguna actividad tendrá que desarrollar. Sin embargo, aquí se vive tranquilo y en paz. Afortunadamente no hemos tenido enfrentamientos como los que se ven en las grandes ciudades.”

Los números de Batopilas, según el Conapo
Población total 13 mil 298 personas
Población analfabeta mayor de 15 años 43.13 por ciento
Población mayor de 15 años sin primaria completa 66.60 por ciento
Ocupantes en viviendas sin drenaje ni servicio sanitario 66.22 por ciento
Ocupantes en viviendas sin energía eléctrica 65.10 por ciento
Viviendas con algún nivel de hacinamiento 63.14 por ciento
Ocupantes en viviendas con piso de tierra 82.24 por ciento
Población en localidades con menos de 5 mil habitantes 100 por ciento
Población ocupada con ingresos de hasta 2 salarios mínimos 55.92 por ciento
Índice de marginación 3.02906
Grado de marginación Muy alto
Lugar que ocupa en el contexto estatal 1
Lugar que ocupa en el contexto nacional 8
Fuente: Índices de marginación 2005, Consejo Nacional de Población


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