Vargas Llosa:
El Heraldo Negro
En la próxima Feria del Libro de Buenos Aires, el acto de apertura será cumplido por Premio Nobel de Literatura, y activo publicista neo-liberal, Mario Vargas Llosa. Esa elección ha generado muchas discusiones, que seguramente no dejarán de repetirse. Por más que los organizadores de la Feria, ignorando su pluralismo simbólico, hayan bordeado la provocación, la democracia impone, finalmente, el libre juego de las palabras, aún por parte de quienes las usan de un modo irrespetuoso y ofensivo. Lo mejor que podría suceder, en torno a esta visita, es que florezca un buen debate argumental, que trascienda la lógica del sometido luminoso; según la cual, si un país rechaza la ley de los imperios, se inscribe en la barbarie.
Mientras tanto, es bueno que se acepte a la literatura y la política como términos conciliables, es decir, perfectamente ligados entre sí, aunque supongan acciones de diverso tipo. Se puede rastrear, por lo menos, en el trabajo de los creadores literarios, tres posiciones diferentes: a. la del escritor que hace abstracción de las situaciones de lugar y de tiempo, y desarrolla una obra decididamente a-política (aunque nunca, ni siquiera en los relatos infantiles o las obras de ciencia-ficción lo puede ser del todo); b. la del escritor que ambienta sus trabajo sobre contextos históricos reales, donde el tratamiento del material político, aunque el autor procure una sustentación objetiva, resulta inevitable; y c. la del escritor que asume un vínculo directo con la política, y no rehuye o incluso procura establecer, de manera ostensible, una contigüedad funcional. Tales variaciones son legítimas, y no implican otra categoría de valor que la inherente a toda literatura, su calidad estética. Cualquier obra puede ser buena o mala, con independencia de sus propuestas temáticas, sociales o reflexivas.
Del mismo modo se puede rastrear entre los políticos sus relaciones literarias. Y allí se observarán algunos que son (o han sido), ellos mismos, escritores frecuentes, y a veces notables, como Sarmiento, Winston Churchill o el nicaragüense Sergio Ramírez -para citar unos pocos ejemplos de tiempos y tendencias diversas-; otros, que abrevan, con frecuencia, en la buena literatura, y otros, finalmente, de muy escasas aficiones a esa forma creativa, de los que, por supuesto, sobrarían ejemplos. No hay pruebas de que existan relaciones causales directas, pero se puede sospechar, en base a ciertas experiencias, que los buenos lectores suelen potenciar sus virtudes políticas o bien, disimularlas, cada vez que fallan.
En definitiva, las dos vocaciones no son contrapuestas, y es posible, aunque no sea fácil ni frecuente, cumplirlas con acierto. Pero hay una exigencia sustancial. En política no se puede desconocer la realidad, ni hacer discursos con las herramientas de la ficción. Un escritor, aunque sea Premio Nobel, debe estudiar y conocer los hechos sobre los que opina, y aceptar que, en materia de análisis y de propuestas políticas, existe otro rigor. Y otra manera de ver los resultados. No es válido, entonces, a partir de un único modelo concebible, para todo tiempo y lugar, para cualquier suma de circunstancias propias de un país, proponer la misma consabida y tantas veces fracasada propuesta de negar al Estado, y dejar que toda la vida económica fluya
sin mediación pública, y así todo se ajuste, florezca, se acreciente y después se reparta de un modo generoso. La literatura se sostiene, muchas veces, y se hace rica y poderosa, con elementos mágicos. Pero los mercados no tienen esa misma magia. Y librados al más puro azar, solo admiten una sola cosa: Que ganen los más fuertes y pierdan los más débiles; lo cual supone otra clase de lógica, que no tiene nada que ver con la aquella de quienes escriben, esa que Vargas domina como un maestro consumado.
El gran problema de los literatos transformados en pensadores políticos es su larga experiencia en inventar realidades inexistentes. Y así como inventan lo que no hay, también modifican los resultados que no quieren ver. Nunca fracasan sus teorías sino los pueblos. Nunca hay verdad en modelos distintos, sino combinación, en el mejor de los casos, de buena suerte y demagogia.
Tampoco aciertan con el sentido de las proporciones. En el Congreso de la Lengua celebrado en Rosario, en 2004, Vargas Llosa fue objeto de agresiones verbales, por parte de unos pocos inadaptados. Eso le dio motivos para renegar del país, y de pasear luego por el mundo con el doble cartel de víctima del odio de un pueblo inculto, y mensajero de libertades. Demasiado delirio.
De todos modos que hable, que diga todo lo que quiera decir. Es lo mejor para que se oiga bien de donde viene, adonde se dirige, y sobre todo, para quienes trabaja.
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