Estado y cárteles: amalgama perversa
Arturo Rodríguez
Testigo de primera mano del fenómeno paramilitar en Chiapas, el sacerdote
Raúl Vera López ve similitudes entre ese caso y la situación actual en el
país, sumido en una guerra contra el narcotráfico que, afirma, no es tal,
sino una lucha de facciones de las mafias y los grupos políticos y
económicos que sólo quieren cuidar sus intereses, en la que la violencia es
alimentada desde el gobierno como un mecanismo para impedir la cohesión
social. Para el obispo de Saltillo, además, “ya no hay límites entre el
aparato represor estatal y el hampa”.
SALTILLO, COAH.- Para el obispo de Saltillo, Raúl Vera López, la guerra de
Felipe Calderón contra el narcotráfico es una lucha de facciones de los
cárteles y grupos políticos y económicos que quieren proteger sus intereses
con el fomento de la militarización y la violencia.
Agrega que es un mecanismo que afecta a la sociedad civil, criminaliza a los
luchadores sociales y aprovecha como carne de cañón el hambre de millones de
jóvenes sin oportunidades.
Las consecuencias pueden ser semejantes a las que se ven en Chiapas, donde
los grupos paramilitares y sus crímenes son responsabilidad del Estado que
pretende, con el despliegue armado, evitar los procesos de articulación y
cohesión ciudadana.
Vera López –quien ha calificado a Felipe Calderón de dictador y a los
miembros de su gabinete de fascistas– advierte que la delincuencia
organizada está amalgamada con el Estado mexicano y que ya no hay límites
entre el aparato represor estatal y el hampa.
Entrevistado por Proceso en los últimos días de diciembre pasado, el obispo
de Saltillo afirma que el despliegue de las Fuerzas Armadas como estrategia
de la guerra de Calderón, junto con el fracaso del sistema judicial,
degeneró ya en una situación caótica en la que el Estado prácticamente tiene
pelotones de fusilamiento.
“El gobierno fue rebasado y está dando respuestas desesperadas, con una
tremenda violación de la ley y de la seguridad jurídica de los ciudadanos.”
Su afirmación se basa en el antecedente de operativos como en el que murió
Arturo Beltrán Leyva, el 16 de diciembre de 2009. La acción de fuego, dice,
fulmina a los presuntos delincuentes. Lo mismo ha ocurrido con otros
cabecillas, como Ignacio Coronel, en julio pasado, y Ezequiel Cárdenas
Guillén, en noviembre.
“No hay procuración de justicia, investigación seria, probanza de los
crímenes. En México, por ley, no existe la pena de muerte. Pero existe de
facto. Eso es peligroso, es una manera sofisticada de ejecución
extrajudicial.”
El prelado advierte que si hubiera indagatorias se sabría lo necesario para
enfrentar a la delincuencia. “Pero parece que estos operativos tratan de que
se mueran (los capos) para que no denuncien a quienes los apoyan en el
aparato de Estado, como si resultara mejor que se lleven a la tumba los
nombres de sus cómplices en el gobierno”.
Desde su perspectiva, esa guerra es un mecanismo de protección de intereses
que, ante el fracaso del modelo político y económico, está profundizando la
injusticia y la impunidad.
Sintetiza: “La lectura principal es que el Estado mexicano, en su supuesto
objetivo antinarco, está dando muestra de una grave debilidad; su estrategia
fracasó y no quieren cambiar el rumbo. Hasta ahora no ha habido un proceso
serio de inteligencia para poner en su lugar a los criminales y a sus
cómplices dentro de las estructuras estatal y financiera”.
Represión y terrorismo
Desde hace cinco años Raúl Vera ha cuestionado la falta de investigación en
las estructuras políticas y financieras para combatir al narco. Considera
que las instituciones perdieron el rumbo y la autoridad moral. Sostiene que
el mensaje que envía el Estado es que “se vale todo”.
–En el discurso oficial se dice que estamos en guerra contra la delincuencia
organizada. Pero ¿vivimos una guerra? –se le pregunta.
–Es una guerra mediática, de espectacularidades. Pero no es una estrategia
bien pensada ni articulada, sino de respuestas inmediatas que no socavan el
mal desde sus orígenes. Estamos hablando de una guerra de venganzas. No es
una guerra de ideales ni por un objetivo; es un pleito entre facciones no
sólo de cárteles, sino entre grupos políticos y financieros que están
amarrados a cada cártel.
Señala que el Observatorio de Servicios y Asesoría para la Paz ha
monitoreado una cantidad alarmante de actos de violencia, asesinatos,
desapariciones y torturas contra miembros de organizaciones sociales. Así,
concluye, se trata de acciones de carácter bélico y bárbaro contra la
delincuencia organizada, pero también contra la sociedad que reclama.
“Estamos hablando de la reconversión del Estado en uno más militar,
dictatorial, que niega derechos y retrocede el avance democrático”, dice.
Considera que en términos jurídicos no hay una guerra, pues ello implicaría
una suspensión de garantías que Felipe Calderón tendría que haber
argumentado demostrando que hay una amenaza para la seguridad nacional.
El obispo realizó incluso un análisis de derecho internacional. A partir del
estallido de un coche-bomba en Ciudad Juárez el pasado 15 de julio –el
primero de lo que se ha convertido en una serie en el país– encontró una
explicación de por qué el gobierno de Felipe Calderón se niega a admitir que
se trata de acciones terroristas.
De acuerdo con su estudio, después del 11 de septiembre de 2001 el Consejo
de Seguridad de la ONU emitió la Resolución 1373, que describe las
características de un acto terrorista, en las que encaja a la perfección la
detonación de al menos media docena de coches-bomba en México.
“Al aceptar un acto terrorista, el Estado se vería obligado a congelar las
cuentas de los presuntos autores; también las de instituciones financieras o
empresariales que les brinden servicios. Además tendría que procesar a
funcionarios públicos que apoyen a los grupos y asegurar que las penas que
se impongan sean acordes a la gravedad de los delitos. Nada de eso parece
convenir al gobierno”, afirma.
Lo que hay, sostiene, es un prototipo de guerra muy acorde a lo que se vive
en el mundo, con la que se rompen los marcos básicos de protección a la
sociedad civil.
Y la consecuencia, advierte, es una crisis grave de gobernabilidad, producto
del cierre de los espacios políticos para la sociedad civil que no encuentra
respuesta a sus demandas, donde el vacío de poder fue llenado por la
delincuencia organizada pero no como un factor ajeno a la dinámica política,
social y financiera, sino posibilitado desde las instituciones y por
funcionarios de alto nivel.
Guerra de baja intensidad
“La guerra de Calderón es para proteger al poder político y económico. En
Chiapas protegían los negocios fundados en la riqueza natural y jamás le
iban a hacer justicia a los indígenas. Eso es lo que está pasando, pero
ahora con cosas más grandes, en un plan semejante que se extiende al país
entero”, considera el obispo.
Testigo de lo que llama “una guerra de baja intensidad” en Chiapas, Vera
López mantiene su exigencia de proceso por crímenes de lesa humanidad contra
Ernesto Zedillo y mandos militares y políticos implicados en acciones
contrainsurgentes, señaladamente por los crímenes de Acteal.
–¿Cuáles fueron las consecuencias de la militarización de Chiapas?
–La paramilitarización. El gobierno usó a la sociedad civil para que se
enfrentara a sus propios hermanos. Los crímenes más graves cometidos ahí son
responsabilidad del Estado mexicano –responde.
–¿Puede repetirse el fenómeno de paramilitarización en Chiapas o, como
ocurrió en Colombia ante el despliegue militar, en todo el país?
–Con lo que está pasando con los luchadores sociales, con todos los delitos
que se cometen, solapando acciones violentas contra la sociedad civil y con
el distractor que significa la lucha contra el crimen organizado, el Estado
tiene espléndidas oportunidades para hacerlo.
Vera afirma que la paramilitarización en Chiapas persiste hasta ahora, y
afecta el desarrollo y la construcción de alternativas para la sociedad. “En
estos años es muy claro ver la similitud de la estrategia de
contrainsurgencia y la militarización de todo el país”, asegura.
El obispo niega tener conocimiento de que los grupos paramilitares en
Chiapas se hayan aliado a los cárteles de la droga, pero acude a los
perfiles psicológicos desarrollados por los extintos André Aubry y su esposa
Angélica Inda en Los Altos de Chiapas.
“Los paramilitares y los sicarios de la delincuencia organizada tienen en
común que son jóvenes sin futuro, sin identidad. Les dan un arma y dinero y
se sienten alguien. Ambos pasan de ser nadie a convertirse en alguien con un
arma y con dinero. Por si fuera poco, con la protección del Estado.”
Sostiene que la violencia actual proviene del Estado, porque además de dejar
paramilitares y sicarios en la impunidad, los protege. “Y proviene
principalmente del Estado porque es el que ha dejado en el hambre a la gente
y sin oportunidades a nuestros jóvenes. Es responsable de la violencia
porque en su imposición del libre mercado los aparatos estatales perdieron
el control”.
Calderón, “genocida”
Vera López, coadjutor de Samuel Ruiz en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas,
en los noventa, que vio de cerca la operación de los paramilitares y que fue
objeto de un atentado, considera que la misión de esos grupos era debilitar
la base social del zapatismo dentro del principio de la guerra de baja
intensidad.
Ahora, con la guerra de Calderón ve que así como en Chiapas el Estado
fracturó a la sociedad, pretende que los mexicanos no tengan cohesión ni
acción ciudadana.
Ejemplifica con el caso de la activista Marisela Escobedo, asesinada en
Chihuahua, y con el trato dado al Sindicato Mexicano de Electricistas, lo
que considera una acción tendente a devastar la fuerza de la organización
ciudadana. Además contrasta la sentencia que se le había impuesto al
atenquense Ignacio del Valle, de 112 años, con las de 15 años a los soldados
que violaron a 13 mujeres en Castaños, Coahuila.
Después de la matanza de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, el año
pasado, el obispo reprueba la negligencia con que el Estado mexicano aborda
el problema migratorio, pues considera que muestra la complicidad de
oficiales gubernamentales que contribuyen a la impunidad prevaleciente en el
país.
“Allá (en Chiapas) los asesinatos que habíamos documentado antes de Acteal
eran una estrategia contrainsurgente; ahora los asesinatos, secuestros y
ultrajes a los migrantes son una estrategia de administración migratoria
encaminada por el Estado. Tenemos el culmen de 72 ejecuciones y todo lo que
hay antes: acción que no es de ninguna manera aislada sino que se viene
repitiendo desde hace más de dos años”, afirma.
“Son crímenes de lesa humanidad que se le deben cargar al Estado porque es
responsable de administrar deshonestamente la política migratoria. Esta es
una administración deshonesta por la complicidad y la omisión de las
autoridades, que va contra todos los principios de los derechos humanos”.
Para el obispo los miles de casos reflejan el fracaso de Felipe Calderón en
ese como en todos los apartados relacionados con la delincuencia.
“Nos anuncian repetidamente que van a erradicar el crimen pero ahí están los
muertos. Vivimos la destrucción de este país, la muerte.”
–¿El presidente podría ser acusado de delitos de lesa humanidad?
–Esto es un genocidio en una guerra falsa y creo que el presidente se
encuentra en los linderos de ser denunciable –responde.
Agrega que la política actual trata de fragmentar, dividir y crear
confusión. Dice que así lo hicieron en Chiapas y que en este momento está
ocurriendo en todo el país.
La cuestión, plantea, radica en saber si en realidad se trata de una guerra
contra el crimen organizado y si la incapacidad del gobierno es calculada
para generar una recomposición del Estado efectuada por los grupos de poder
nacional e internacional aliados con los locales.
¡AMLO 2012!
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