Epigmenio Ibarra | |
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01 octubre 2010 eibarra@milenio.com | |
Quién lo diría. Llegó Felipe Calderón al poder con la coartada de “salvarnos” de un “peligro para México” y lo entregará, disminuido y cuestionado seis años después por la aplicación de una doctrina y una estrategia de combate al narcotráfico erróneas, habiendo convertido a México en un peligro para Estados Unidos. Y eso, que así se nos perciba al norte del Bravo, eso sí que es peligroso. Los dichos recientes del influyente senador republicano Richard G. Lugar, a propósito de la existencia de una narcoinsurgencia en México, sólo vienen a confirmar que lo declarado por Hillary Clinton en ese mismo sentido no fue una equivocación, sino un desliz estratégico de la influyente funcionaria del gobierno estadunidense. Se maneja en Washington, aunque en maniobra diplomática, para consumo en nuestro país el mismo Obama lo haya negado —y por eso coinciden el senador republicano y la secretaria de Estado de filiación demócrata—, la idea de que en México el narco ha puesto en jaque al Estado y que el gobierno de Calderón ya no puede recuperar el control de la situación. No conduce, sin embargo, esta visión de México como Estado fallido por la violencia del narco, a los estadunidenses a asumir el discurso de la corresponsabilidad. Menos aún los mueve a tomar cartas en el asunto a nivel doméstico y a modificar, radical y urgentemente, su política de tolerancia al consumo y de inacción ante quienes controlan el tráfico de drogas en su territorio. Expertos en aquello de ver la paja en el ojo ajeno y al descubrirla intervenir militarmente ahí donde la ven, los estadunidenses diseñan ya la estrategia para neutralizar la amenaza que, contra su seguridad interna, ven crecer al sur de su frontera. Nada hay peor que ser vecinos del país más poderoso y más paranoico de la Tierra. Más todavía cuando muchos de sus halcones, apenas decretada la retirada en Irak, andan en busca de nuevos destinos. Un enemigo sanguinario y cercano les viene a la medida y más si combatirlo puede producir pingües ganancias. Ya ganan mucho dinero, muchos estadunidenses, con los 300 mil millones de dólares anuales que produce el tráfico de drogas en su territorio. A los capos latinoamericanos, a los que las autoridades estadunidenses culpan de todo, les corresponde la parte menor del negocio, mientras que capos locales, que manejan la “última milla”, amasan enormes fortunas. También ganan mucho dinero, muchos estadunidenses, que aprovechando la laxitud de las leyes de control de armas, venden fusiles de asalto, granadas, lanzacohetes y ametralladoras de alto calibre para los narcos y, claro, con todas las de la ley, también para el Ejército y los cuerpos policiales mexicanos. Y si ya, en las actuales circunstancias, dólares y armas cruzan al por mayor la frontera, ¿qué podemos esperar si se nos considera una amenaza para la seguridad interna de Estados Unidos? Sólo más dólares y más armas y, claro, una reducción peligrosamente significativa de nuestra soberanía. Pero no se trata sólo de eso. De un asunto de soberanía, ya de por sí mancillada por el neoliberalismo, sino, básicamente, de sobrevivencia. Ahí donde han intervenido los estadunidenses han sembrado el caos e instalado la guerra civil por décadas. Si, desde el punto de vista estrictamente militar, nos atenemos al principio de proporcionalidad de medios y recursos que rigen los conflictos bélicos, lo que podemos esperar es sólo, y como ha sucedido en muchos países, un recrudecimiento de las hostilidades. Cuando Felipe Calderón declaró la guerra y el Ejército sacó los blindados con sus armas de grueso calibre a la calle, comenzó el narco a usar armas capaces de perforar el blindaje de los vehículos militares. Cuando se inició el despliegue masivo de tropas comenzaron los sicarios a valerse de explosivos. Más dólares y más armas significarán sólo más muertos y un proceso de descomposición aun más acelerado y profundo del que estamos viviendo, con el agravante, además, de que los estadunidenses habrán de convertirse en el fiel de la balanza en las próximas elecciones presidenciales. Hay, además, en la doctrina de seguridad nacional de Washington, componentes sumamente perniciosos que no harán sino agravar aún más la situación. Muy dados son los estadunidenses al uso de escuadrones de la muerte y paramilitares. La guerra sucia, instrumento característico del manual de contrainsurgencia, cobra vidas a granel y produce heridas muy profundas en el cuerpo social. Mal están las cosas con la violencia producto de la acción de narcotráfico en nuestro país. Peor pueden ponerse si Washington decide “ayudarnos más” y protegerse, a nuestra costa, las espaldas, si escoge a los capos mexicanos como el próximo “peligro inminente” para su seguridad, cosa que mucho me temo, ya sucedió. Combatir aquí, por interpósita persona además, siempre será para ellos más fácil que atacar a sus cárteles, reducir el consumo y quedarse al mismo tiempo sin ese paliativo de la droga que millones consumen y centenares de miles comercian y sin el oxígeno vital que esos centenares de miles de millones de dólares representan para la economía estadunidense. |
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