17 de abril de 2010

El castillo de la Impureza - Verónica Espinosa

El castillo de la ImpurezaVerónica Espinosa


 Durante cinco años, el padre Laurencio Pérez gozó de impunidad gracias a que el obispo de la diócesis de Celaya, Lázaro Pérez Jiménez, lo protegió de las acusaciones en su contra por presuntos actos de corrupción de menores. Y aun cuando pesaba una orden de aprehensión en su contra desde 2006, el sacerdote seguía ejerciendo sus actividades eclesiásticas y cortejando a menores, como a la hija de don Ángel Álvarez, una niña de 13 años con quien incluso se fue a vivir. Finalmente, Laurencio fue detenido el 18 de marzo e ingresado cuatro días después al penal de San Miguel de Allende.

SAN MIGUEL DE ALLENDE, GTO.- Durante los últimos cinco años, el sacerdote Laurencio Pérez Mejía pasó de pueblo en pueblo y de parroquia en parroquia, dejando tras de sí la estela de impunidad que le permitió evadir una orden de aprehensión por presuntos actos de corrupción de menores.
En ese lapso el cura ejerció sin problema sus actividades eclesiásticas en la diócesis de Celaya. Finalmente, el 18 de marzo último fue detenido al salir de la parroquia de la comunidad de Rincón de Tamayo, en Celaya, en cumplimiento de una orden de aprehensión que pasó por dos administraciones estatales, dos procuradores y dos jueces penales que conocieron del asunto.
Pérez Mejía gozó de la protección de la diócesis encabezada por el obispo Lázaro Pérez Jiménez, quien solía presentarlo como su sobrino. Fue él quien lo ayudó a evadir su captura al cambiarlo periódicamente de templo; además, desoyó los testimonios y quejas sobre los abusos cometidos por Pérez Mejía contra jovencitas.
En uno de esos casos, don Ángel Álvarez relata que en 2006 el padre Laurencio le pidió a su hija de 13 años para que le ayudara en las oficinas parroquiales del templo de Nuestra Madre Santísima de la Luz, en la comunidad de Moral Puerto de Nieto, y terminó viviendo con ella como pareja en la casa de los Álvarez. Relata que cuando denunció el caso ante los funcionarios del gobierno municipal, agentes del Ministerio Público, ministeriales y sacerdotes, nadie lo escuchó.
Antes de marcharse con su hija y de dejar dividida a la familia, el padre Laurencio todavía recurrió a don Ángel para pedirle referencias sobre un buen abogado “por un asunto de unas calumnias que traía detrás”, cuenta don Ángel a Proceso.
“Las calumnias” en realidad estaban consignadas en la averiguación previa 2024/2005 en la Agencia del Ministerio Público de esta ciudad, levantada a partir de la denuncia del 12 de noviembre de 2005. La promovente, una menor de edad, describió los “amistosos acercamientos” del clérigo a partir de febrero de ese año.
El pretexto, dijo, era llevar a reparar sus vehículos a un taller mecánico de su papá, ubicado en la populosa colonia San Luis Rey, de cuya parroquia –dedicada al santo que lleva este nombre–, el padre Laurencio era el encargado.
Durante casi nueve meses, según el testimonio, el sacerdote comenzó a cortejarla. Al principio le daba regalos, pero luego acudía a esperarla a que saliera de la escuela para llevarla a sitios donde la tocaba y la obligaba a fumar y a tomar bebidas alcohólicas, incluso amenazaba con matarla si ella no accedía a sus peticiones o si enteraba a sus padres de lo que estaba ocurriendo entre ellos.
A finales de octubre de ese año, la madre de la jovencita sorprendió al sacerdote besándola. Le advirtió que se alejara de ella. Renuente, él siguió buscando a la menor, a quien incluso le hacía llegar recados a través de algunas de sus compañeras de escuela. Cansada por el hostigamiento, la familia tomó la decisión de denunciar penalmente al cura.
La averiguación previa fue consignada en el Juzgado Primero Penal de San Miguel de Allende. El Ministerio Público determinó acusar al sacerdote de corrupción de menores, un delito tipificado como grave en el artículo 237 del Código Penal de Guanajuato:
A quien procure, facilite o mantenga la corrupción a un menor de 18 años de edad, o a un incapaz mediante actos lascivos o sexuales, o lo induzca a la mendicidad, ebriedad, a realizar alguna conducta sexual, abuso de sustancias de cualquier naturaleza dañosa a la salud, a formar parte de cualquier asociación delictuosa o a cometer cualquier delito…
La ley prevé una pena de tres a ocho años de prisión y 50 a 200 días multa para este delito.
La entonces titular del juzgado, Martha Medina, determinó conceder la orden de aprehensión en contra del sacerdote el 26 de junio de 2006, según el proceso penal B-86/2006.
Eso no fue suficiente.

El protegido

Originario de la comunidad de San Francisco de la Erre en Dolores Hidalgo, ejidatario por herencia y catequista por gusto, Laurencio Pérez Mejía formó parte de una generación de jóvenes de la cual tres optaron por ingresar al Seminario Diocesano de Celaya para ordenarse como sacerdotes.
No obstante, al paso de los años sus dos compañeros y vecinos decidieron renunciar a los hábitos y optaron por formar sus propias familias.
Al egresar del seminario, comenzó a ejercer el ministerio en diversos templos fuera de su localidad, aunque también estuvo un tiempo en la parroquia de La Asunción, en la cabecera de Dolores, y también en los Apaseos, todos dentro de la diócesis de Celaya.
En 2005, Laurencio tuvo que dejar la parroquia, luego de que se descubrieron sus deslices y los habitantes de la colonia San Luis Rey le recriminaron su conducta. Pero no tuvo problemas para reanudar sus actividades eclesiales.
En su página electrónica, la diócesis de Celaya informa que el 4 de noviembre de ese año el obispo Lázaro Pérez Jiménez (quien falleció en octubre de 2009) anunciaba cambios luego de una “ardua reunión de trabajo con el consejo de pastoral”.
Uno de esos movimientos era el de Laurencio: “El martes 15 de noviembre (de 2005) será la toma de posesión del padre Laurencio Pérez Mejía como párroco de la parroquia de Nuestra Señora de la Luz, en la comunidad de Puerto de Nieto, municipio de San Miguel de Allende, Guanajuato. La celebración eucarística será a las siete de la noche. El padre Laurencio hasta ahora estaba ejerciendo el ministerio pastoral en la capellanía de San Luis Rey…”.
Así llegó Pérez Mejía a Puerto de Nieto –a sus casi 50 años–, tres días después de que se le acusara formalmente por sus abusos.
Y fue en esta localidad donde empezó la historia que don Ángel Álvarez narra a Proceso recargado en el tronco de un árbol y rodeado de los enormes órganos que sirven para marcar los espacios de la propiedad que repartirá a sus hijos.
Puerto de Nieto está ubicado a menos de 20 minutos de la ciudad. El camino para entrar hasta la parroquia está bien empedrado, pero en la placita –donde además del templo está el centro de salud–, las calles lucen abandonadas, con su tierra, sus piedras y su lodo. Muchas de las viviendas están protegidas por los órganos, que también las dividen y las ocultan.
“Aquí el señor obispo (Lázaro Pérez Jiménez) nos lo presentó, hasta dijo que era su sobrino cuando recién llegó acá”, asegura una de las encargadas del templo cuando la reportera le pide referencias sobre el padre Laurencio.
“No duró mucho aquí, después de que estaba con la muchacha ya no dio misa. Después se fueron”, comenta.
–¿Y qué dijo la gente de la comunidad cuando se enteró de que estaba con una muchacha?
–No, pues ya qué decíamos.
Tampoco don Ángel Álvarez pudo decir mucho entonces. “Desde que el padre se llevó a la muchacha nos divorciaron (mi esposa y yo). Estamos separados, por él”.
Es entonces cuando, sin permitir más que un par de preguntas, el hombre relata la forma en que el padre Laurencio lo buscó para pedirle a una de sus hijas para que le hiciera trabajo en la notaría, “para que le sirviera como secretaria”, dice don Ángel.
–¿Cuántos años tenía su hija? –se le pregunta.
–13 o 14.
La muchacha no había terminado la escuela primaria. “Yo le dije: padre, mi hija no está capacitada para eso… No es posible que ella pueda ayudarle, pero llévesela unas semanas, si vemos que es posible que trabaje, pues se la dejo. Pero ya cuando ella se fue, ni me avisó, ni siquiera quedamos de qué hora a qué hora”.
La niña empezó a ayudar al sacerdote en la casa ubicada junto al templo, habilitada como oficina parroquial. “Los primeros días llegaba a (casa) a las seis o siete de la tarde. Después comenzó a llegar a las ocho o nueve de la noche, hubo veces que lo hizo a las 12 de la noche”, recuerda don Ángel.
Unas semanas después, continúa, las mayordomas y cuidadoras de la iglesia fueron a buscarlo para decirle que ya no dejara a su hija estar con el padre Laurencio. “Anda muy mal, qué no ve que se anda paseando con él; en la tarde, en la noche. Andan en la camioneta”, le expusieron.
Eso provocó una discusión entre don Ángel y su esposa, quien al principio se negó a creer la versión de las mujeres, pero unos días después permitió que Laurencio se mudara a vivir a la casa de la familia.
Furioso, don Ángel encaró al cura una madrugada, antes de que éste saliera a acompañar a su hija al trabajo en una procesadora de alcachofas:
“Le dije: ‘Hasta aquí se acabó. No te he hecho nada porque no quería hacer relajo, por la familia, por los hijos, por la señora. Si para la tarde llego y estás aquí, te voy a sacar, cuésteme lo que me cueste. No importa que se me vengan a golpes, es mi derecho y lo voy a hacer. Para la tarde te saco, muerto, vivo o como sea’. Él me dijo: ‘No, está bien, me voy’.”
–¿Cuánto tiempo duró viviendo en su casa?
–Como dos meses y medio. El problema con mi esposa empezó ahí; todavía ellos estaban aquí. Él le dijo cosas. Un día me vino a decir que mi hija estaba muy molesta conmigo porque yo la andaba calumniando, y porque decía que yo le era infiel a su mamá.
El hombre cuenta que habló con su hija y le comentó que el sacerdote ya había destruido su vida. “Está destruyendo a toda la familia; no es un padre bueno, ni siquiera es una persona normal. Ese padre está muy mal”, le expuso don Ángel a su hija.
Finalmente, cuando las noticias sobre la vida del padre Laurencio llegaron a la diócesis, vino una orden para que no oficiara más misas, “pero nada más”. Todavía se quedó en la comunidad algunas semanas, hasta que se llevó a la muchacha a Dolores Hidalgo. “Supe que allá tuvieron un hijo, pero se les murió”, agrega el entrevistado.
–¿Todavía vive con él?
–De estar con él, sí. Hace poco mi señora fue a verlos con uno de mis hijos a Rincón de Tamayo.

Después de misa

Ahí, afuera de la parroquia de la comunidad de Rincón de Tamayo, en Celaya, fue aprehendido el padre Laurencio por agentes ministeriales que lo esperaron a la salida de la misa. Fue el 18 de marzo pasado.
Un día después, el detenido se negó a declarar, incluso intentó interponer un amparo para obtener la libertad provisional, pero se le negó pues la corrupción de menores es un delito grave en Guanajuato. Finalmente el sacerdote se confesó culpable, según la información obtenida por Proceso.
El juez Carlos Alberto Llamas Morales –el segundo a quien le tocó conocer de este caso– dictó el auto de formal prisión el 22 de marzo. Ese día el sacerdote ingresó al Centro de Readaptación Social de San Miguel.
Entrevistado el miércoles 14 en su oficina del edificio del Poder Judicial, situado junto al centro penitenciario, el juez comenta que el proceso se encuentra en etapa de instrucción o desahogo de pruebas.
–¿Por qué no había sido detenido a pesar de las denuncias en su contra y se le permitía continuar ejerciendo sus actividades como sacerdote?
–No tengo ninguna información acerca de eso, ni conocimiento de qué actividades realizaba al momento en que fue girada la orden de aprehensión y cuando fue detenido el inculpado.
El juez, quien se refiere al padre Laurencio como “el indiciado o el acusado”, menciona que aun cuando el proceso comenzó en 2006, la acción penal no ha prescrito. Y aclara que al analizar los elementos de prueba presentados por la fiscalía una vez que Pérez Mejía fue detenido, encontró “que se reúnen las características… del delito de corrupción de menores”.
Llamas Morales se niega hablar por ahora sobre la conducta del sacerdote o el uso que éste dio a su investidura para cometer sus abusos. “Tendría que hacer la apreciación correspondiente, pero en la sentencia. Es una materia de apreciación de parte de un servidor, no puedo prejuzgar”, explica.
No obstante, dejó en claro que tanto los peritajes como los estudios de tipo físico y sicológico practicados a la menor, que fue víctima en este caso, confirman daños y otras secuelas a consecuencia de los actos del clérigo.
Don Ángel vive sus propias secuelas. Su familia se dispersó. Hoy vive con dos de sus hijos, pero sin pareja. Después de que su esposa solicitó y obtuvo el divorcio, el campesino acudió a ver a diversos funcionarios y en mayo de 2008 le envió una carta al obispo Lázaro Pérez Jiménez para pedirle ayuda y reprochar la conducta de su presunto sobrino.
“El 31 de mayo hice un escrito para contarle al obispo todo lo que estaba pasando. Ese día debió venir a las confirmaciones pero no llegó, vino el secretario. Le dí el escrito, y hasta le metí una copia del acta de divorcio, para que no fuera a decir que estaba yo contando algo que no es.
“Se la mandé, estuve esperando la respuesta y nunca me llegó”, relata.
–¿Nadie lo vino a ver, nadie de la diócesis habló con usted?
–Nada. Yo le pregunté al padre que se quedó si el obispo no me mandaba alguna razón. Pero nada.
–Y de lo que hizo el padre Laurencio, ¿qué le dijo?
–Pues nada. Nomás me dijo: “¡Pídele a Dios por ellos!, y tú haz tu vida”.
En la carta que le envió al extinto obispo Pérez Jiménez, Ángel Álvarez le hacía una petición:
“Si le dan permiso al padrecito para estar haciendo esas cosas con mi hija, pues entonces que me den a mí permiso para anular mi matrimonio para hacer mi vida con otra persona.”
–¿Y la vida de su hija?
–¿Qué puedo hacer ya?

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