27 de diciembre de 2009

Por mi madre, BOHEMIOS Carlos Monsivais

Proceso - 2010: Por mi madre, BOHEMIOS
Carlos Monsivais

Para desintoxicar nuestro optimismo



Una fábula, o si quieren una parábola, o si les es mejor, un cuento de hadas, muy propio de este tiempo navideño, la época en que la dureza se ensaña con el espíritu de la concordia. Érase una vez…



La primera vez que Adalberto intuyó su desdicha todavía era muy niño. Tal vez nueve o 10 años de edad, no más, y sin embargo ya bullía en su interior un ansia de culpa que superaba todo lo conocido en materia de niñez, la única etapa de la vida de aceptación de la responsabilidad. El incidente del que se desprendió este relato fue, da pena recordarlo, insignificante. Un día Adalbe se llevó el dinero del gasto de su familia y lo invirtió en la Bolsa, hecho más bien raro porque a los 10 años lo usual es la fe en los juegos de azar en los casinos. Su mamá se desesperó y por supuesto, despidió a la empleada doméstica que, incapaz de entender, se lanzó a las rutas del pecado ganando una fortuna que invirtió sabiamente (esta es una de las escasas consecuencias positivas de esta parábola). Adalberto García Corcuera mucho después, localizó, con la intuición detallada de la infancia, el drama de su vida: las dificultades para ser aceptado como culpable. Otros se pasan la vida proclamando su inocencia. La tragedia de García Corcuera, inexorable, sería declarar en vano su culpabilidad.

De su adolescencia nada se dice porque Adalberto hizo lo que todos los de su edad: estudios light, uno que otro asalto bancario para entretenerse con la contabilidad alternativa, transferencia de objetos de una casa a otra (lo que se llama “mudanza patrimonial”), en fin, nada del otro mundo. Ya de joven, y en la universidad, Adalberto, impulsado por el deseo de conocer el castigo, más deleitoso históricamente que la dicha, inició con un grupo de íntimos negocios pequeños para probar su habilidad financiera. El método fue implacable: se persuadió a seres dispuestos a creer en los jóvenes (sus padres, invariablemente), se estudiaron a fondo los mecanismos del mercado bursátil, se invirtió con prudencia y ya está…

Infortunadamente, no estuvo. Adalberto distrajo algún dinero para fomentar la molicie corporal, las inversiones no funcionaron y dos de sus socios (y progenitores) quebraron y uno de ellos liquidó su empresa, y otro su molesta y tímida existencia. Sus compañeros, en la locura del dolor, nada le dijeron, y el más ofuscado se declaró el responsable, o tal vez Adalberto lo delató en un descuido. Como sea, entre un panorama de ruina y llantos, Adalberto abrazó con firmeza la suerte que sería nomás suya. Y lo hizo una noche de Navidad, al son de villancicos a los que por falta de otro adjetivo podríamos decirles “guapachosos”.

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Una de las habilidades de Adalberto era carecer de habilidades específicas. Ni era especialmente brillante, ni especialmente tonto, ni especialmente nada. No entendía bien su profesión. No comprendía las finanzas. Del país sólo sabía su vecindad con Estados Unidos, y más concretamente con Las Vegas, Houston, Los Angeles y Nueva York. A cambio de eso era muy simpático o eso creían sus amigos, que festejaban sus afirmaciones creyéndolas parte de su sentido del humor. Cuando decía, por ejemplo: “Los artículos de primera necesidad son el 3, el 37, el 33 y el 130 según dice la Constitución”, se reían asumiendo la frase como prueba de ingenio. Si le preguntaban por una poetisa de su preferencia y contestaba categórico “Lupe de Vega”, lo tomaban como prueba de su uso malévolo del chiste pésimo. Era, a pesar de lo que decía, un éxito.

La búsqueda de la culpa y del castigo consiguiente obsesionaba a Adalberto el día entero. ¿Cómo si no? Un día escuchó a un maestro muy sapiente, que daba 50 horas de clase a la semana para sobrevivir apenas, murmurar con tristeza: “Lo peor de todo es que aquí sólo los inocentes la pagan. Los culpables, nunca. Vean a los prevaricadores, a los asaltantes del presupuesto, a los talabosques, a los del Tribunal Electoral que sólo le dan la razón a los perdedores para fregar a los que ganaron, a los que asesinan dirigentes campesinos para quedarse con sus tierras, a los banqueros y su corte de abogados que quieren meter preso al Estado por defraudar la confianza de los empresarios, a los gobernadores, a los caciques, a los secretarios de Trabajo, a los de más arriba. Hacen lo que les da la gana con lo que no es suyo, ¿y qué les pasa? Que necesitan un edificio especial para colocar las medallas, los reconocimientos, los bustos con su efigie. Eso para no hablar de las estatuas de cuerpo entero y de sus cuentas de banco. Lo dicho, aquí a los únicos que les va mal es a los pendejos”.

Adalberto se acuerda del estupor que siguió a las palabras del maestro, un silencio tenso, colérico. Uno de los asistentes interrumpió: “¿De veras está usted hablando en serio? ¿Ya se fijó en lo que dice? ¿Cree usted que aquí a los únicos que les va mal es a los pendejos?”. El maestro lo pensó un momento y sus ojos se llenaron de lágrimas. Adalberto casi sintió piedad por él, y si no llegó a sentirla es porque los sentimientos nunca se le han dado aislados. O todos o ninguno. Si llora es porque se está riendo al mismo tiempo y porque grita que le sirvan la comida o corre a todo el restaurante… El maestro se secó los ojos y afirmó tembloroso: “Tienes razón. He sido un estúpido. En cierto nivel, a los pendejos, si saben manejarse, lo más probable es que vivan para siempre en una colonia residencial que ya son los nuevos centros ceremoniales. Mejor definimos de nuevo qué es ser pendejo”.

Adalberto reflexionó durante largos, interminables 10 segundos sobre la lección. No la olvidaría.



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La carrera financiera y la carrera política se le abrieron de pronto a Adalberto como la misma posibilidad. ¡Eso era! Algo tan expuesto a la mirada pública tendría que funcionarle en su imploración de penalidades. Si lograba que todos se fijaran en su comportamiento, y si éste seguía su ruta inercial, no había escapatoria. El desastre y la vergüenza y el bochorno de amigos y conocidos serían inevitables. (Si no menciona a la familia es por razones obvias: cuando el escándalo estallase, ya los suyos estarían en otro lugar del planeta.) Adalberto creyó alcanzar de golpe la felicidad. ¡Ya venía la dureza de la culpa reconocida! Nomás tenía que juntar su torpeza de financiero y su inexperiencia absoluta de política, más alguna “expropiación inoportuna” y el sueño de su vida cristalizaría. “Ábranse rejas para que yo entre”.



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¡Oh tristeza sin fin del infortunio! Por más ineptitudes y adquisiciones marginales (y no tanto) que Adalberto juntó, el resultado de la primera etapa de su doble carrera fue el éxito clamoroso. Todas sus medidas como dirigente de las finanzas fueron un fracaso y la prensa independiente y crítica lo alabó mientras criticaba al populismo que quería vender Constituciones de la República piratas. Devaluó y aumentó el precio de la gasolina cada 10 minutos, mientras vendía las tortillas en joyerías. Resultó lo evidente: su caso no era excepcional: todos sus compañeros de andanzas triunfaban, recibían homenajes en revistas especializadas, aparecían en foros internacionales, daban clases de moral a domicilio, enviaban a sus hijos a estudiar a Harvard, enviaban de nuevo a sus hijos a estudiar a otra universidad donde sí los admitían, adquirían residencias en el campus y aún se daban tiempo para impartir cursos de ética gerencial y política. Ya se sabe: no hay nada peor que recordar los momentos de desdicha en las épocas de holgura. ¡Ah!, y en las épocas de felicidad de fin de año, que por alguna intervención de la sociedad de consumo ocurren sólo una vez al año, Adalberto hacía una peregrinación a su arbolito de Navidad, iba de rodillas de la puerta de su casa hasta donde estaba el pino agraciado y le juraba que era el último año que estaría libre. Luego, cantaba villancicos al gusto y como no se sabía las letras, sólo atinaba a líneas clásicas: “Noche de paz, noche de horror”.



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En su persecución del castigo que merecía, Adalberto fracasó reiteradamente. Se dilataban sus ansias de verse desenmascarado, y aumentaba su fortuna de toda índole. (Como la fortuna nunca viene sola, hay que guardar en la casa espacio para varias fortunas.) De conocerse su dilema, todos lo habrían compadecido, pero nadie se asomaba a su interior, tan de Agencia del Ministerio Público dirigida contra sí mismo, y se le creía un triunfador, y por lo tanto alguien al margen de la ley, un inocente consumado. Culpable, era el rumor histórico, es aquel que no tiene dinero para costear su inocencia. (“Nunca debí matarlo, se me olvidó que mi banco había quebrado”.) Adalberto, desesperado, planeó volverse cínico. ¡Eso es! Sonreiría ampliamente ante las preguntas sobre su fortuna personal, haría chistes confesionales (“A mí sí que me hizo justicia la Revolución /No le pido a Dios que me dé sino que me ponga donde hay /Yo no robo, pongo los capitales a salvo de los corruptos”), se otorgaría aguinaldos desfachatados, se jubilaría prematuramente para, a la semana de entrar al trabajo, celebrar en nómina los 30 años de jubilado, empezaría por fin a trabajar. “¡Qué táctica autocriminatoria!”, pensó. “Si tengo fama de cínico y aureola de corrupto, todos intentarán la represalia, se me someterá a juicio, iré a la cárcel, sufriré a mares y cumpliré dichosamente mi sueño de infancia”. Pero el cinismo lo ayudó en su carrera ascendente. Los políticos se entusiasmaron: “Si no tiene miedo es el que nos conviene. Háganlo socio y súbanlo de puesto”.



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El caos de la política no favorecía a los amigos de Adalberto. Aunque la tradición del partido de Adalberto era vencer a como diera lugar, cualesquiera que fuesen los resultados de la votación, no siempre se gana cuando se pierde. Y un buen día el enemigo o, como cursimente se dice, el adversario, la hizo en unas elecciones, y Adalberto cambió de puesto, protegido invariablemente por su ansiedad de castigo. A más deseo de expiar culpas, más impunidad. “¿Pasará lo mismo en todos los casos?”, se preguntaba.

Y su respuesta era automática: “Por supuesto que no. Casi todos anhelan la impunidad. Soy el único que vive para deshacerse de ella”. Y esto lo recordaba cada Navidad, cuando repartía canastas entre los más necesitados (canastas vacías para que las llenaran con su gratitud). Él, por supuesto, sabía la historia de Scrooge, y de cómo se convirtió al bien y a la repartición de regalos la noche de Navidad, y de cómo fue a la casa de su empleado y la llenó de regalos. Y el cuento de Navidad le parecía lo más nefasto. “Cómo quedar bien a base de dádivas, cuando lo mejor es que a uno lo alaben con la intención de ser como todos; es decir, de nunca dar nada”.

Un buen día, Adalberto recibió la gran noticia: se le acusaba formalmente de ahorrar a costa del erario y en gran forma. En su fuero interno, allí donde no llega la tentación de dormirse sobre las cuentas bancarias, sintió alivio. ¡Por fin, por fin el castigo! Se preparó. Lo aceptaría todo. No discutiría. Lavaría y extendería culpas. En eso estaba cuando vio la gran campaña en defensa de su inocencia. ¡Qué espanto! ¿Por qué no lo dejaban en paz? Adalberto redactó su confesión y abrió la puerta de su casa. Iría a entregarse, a probar la miel amarga. En la calle lo esperaba una multitud. “¡Se ve, se siente, Adalberto es inocente!”, gritaban. “¡Adalberto es un regalo para México!” Pálido, destruido, Adalberto supo por fin que la admisión de la culpa nada significa. Sería inocente si de la tradición mexicana dependía. Es más difícil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al bote. Y mientras la tradición sea lo que es y sus jueces fuesen en algún nivel sus socios, Adalberto era más inocente que la blancura, color impune si los hay.

Es Navidad, y Adalberto, reunido con varias de sus familias, mira al cielo y se disculpa: “Mira Señor, de veras quise tener culpas para expiarlas, pero ya ves como es este negocio del abarrote, y perdóname el lugar común, pero a ti te rezan todos los días con puros lugares comunes. Ni modo”. Y Adalberto se puso de pie, y salió de su casa con la frente en alto.

¡Es un Honor Estar con Obrador!

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