22 de diciembre de 2013

Jorge Moch - Navidad, esa patraña

Cabezalcubo:
Navidad, esa patraña

Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Twitter: @JorgeMoch


La estampa es eficaz: en pleno 24 de diciembre el gallo se encuentra al guajolote: “¡Feliz navidad!”, dice; y el guajolote, enojadísimo, contesta: “¡Chinga tu madre!” A mí no se me va la vida en Nochebuena, pero en el misantrópico desagrado el guajolote podría ser yo. En mi familia, a la que trato poco, tengo bien ganada fama de amargado. No me gustan las reuniones de familia y me causa especial repeluzno todo lo navideño. Entonces, claro, para mis primos, bastante más jóvenes que yo, así amargado, gordo y barbón, soy la versión mexicana del Grinch. Y tienen razón. En las fotos salgo de jeta. Creo que en esas reuniones se simula cariño obligatorio y empalagoso con parientes que nunca vemos salvo en esas contadas ocasiones en que toda acrimonia pretende disolverse con lucecitas de colores, figuritas de nacimiento y un abeto cuajado de esferas brillantes que es absurdo en tierra de huizaches. Viéndolo así, no es de extrañar que la fascinación del ser humano por las cuentas y las lucecitas haya sido el eficaz, aunque no por ello menos malvado, meollo de colosales saqueos históricos, como acá en lo que era Mesoamérica cuando lo de la conquista por los españoles. Tampoco me divierte nada ya la muy mexicana idiotez de tronar cuetes. Como sea, uno de los pocos atractivos para este aporreateclas durante la anual y excesiva epidemia de villancicos y ofertas súper rebajadas en juguetes, electrónica, perfumería y regalos, eran las viandas y caldos con que esperaba, hacia el anhelado final de la noche, atiborrarme para saciar mis neurosis. Pero precisamente por glotón, desde hace algunos años, y por imperioso decreto del impepinable facultativo al que le debo la vida y seguir respirando, no puedo comer ni beber como solía. La carne del guajolote encabronado es demasiado rica en purinas. Las nueces las tengo prohibidas por el fósforo. Los ravioles disparan los triglicéridos y al ponche no puedo ponerle ron, ni beberme la reglamentaria botella de tinto en la cena porque me da gota. Las tales fiestas perdieron el único atractivo que me unía a ellas.


Sería hipócrita decir que de niño no me emocionaba la Navidad. Pero con la misma franqueza digámoslo como es: eran los regalos. Ni las posadas ni el niñito Dios ni los buñuelos y mucho menos la tediosa, obligatoria tortura de la misa de gallo en casa de la tía Belén, que era la tía rica, malencarada y arrogante que nos toleraba aunque fuéramos sus parientes pobres y en cuya casa oficiaba misa el obispo, un gordo que cantaba de modo ridículo, en falsete. Tampoco los temibles arrumacos de las tías gordas ni los ásperos saludos de los tíos, la mayoría de los cuales hoy encerraría de inmediato en el conjunto de los viejos mamones. Pero la magia de los regalos se acabó cuando se acabó la niñez. Y años después, ya de padre de la Cachetes, fue quizá la ilusión de mi hija por esa mágica ocasión en que al pie de un arbolito ridículo la felicidad consagrada de la niñez consubstancia juguetes la que me hizo tragarme mis palabras y la mala leche. Pero ya la larva ha crecido y sabe, porque se lo dijimos nosotros, que el gordo gringo Santoclós no existe, sino que eran los afanes de su madre y su padre hechos esa muestra de cariño que sigue causándome escozor, porque el amor y el afecto, como rezaba el anuncio gubernamental de mis años mozos, se regalan pero no se compran, y de todos modos ahí va uno, chapoteando en el caudal del frenesí consumista de la época, cartera en ristre, a gastarse lo que no tiene con tal de volver a ver ese chispazo de ilusión en los ojos de los hijos, aunque sea embuchando esos regalos y tantas otras contradicciones en botas de fieltro absurdas en tierra de huaraches.

Pero logré cortar el hilo con todo y sus adornos dulzones. Quemé el puente con sus barandales de caramelo rojo y blanco: no celebro Navidades de nada. Ya hasta mi madre se resignó a mi ausencia durante sus ágapes decembrinos. El barco de mis Navidades quedó felizmente encallado entre agridulces recuerdos.

La celebran, ellas sí, la Cachetes y la Negra, y me toleran la cara de ascos y el emperramiento obcecado en no ayudar a poner lucecitas ni esferitas ni alguna de esas chingaderitas de colores. Y aguantan los comentarios mordaces, la sorna y la pesadez porque me quieren y las adoro, aunque no necesito fechas ni patrañas ni fiestas populares para hacérselo saber. Así que disfruten sus Navidades y posadas, y entren santos peregrinos, rompan sus piñatas y zámpense sus colaciones. Pero no me inviten, y todos contentos.
'via Blog this'