28 de abril de 2013

EEUU, la gran potencia de la moralidad inmoral

EEUU, la gran potencia de la moralidad inmoral:
PALOMA ÁLVAREZ
En 1783, se leería solemnemente al mundo La Declaración de Independencia de Estados Unidos, agregándose al mapa una gran potencia que bajo el lema de la igualdad y la tolerancia, se alzaría por encima del resto y se haría con las riendas del mundo. Esta declaración propugnaba a voz en grito palabras tan entusiastas y prometedoras como las siguientes:
(…) todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios,el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios, y que organice sus poderes en forma tal que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad. (Declaración de Independencia de Estados Unidos, por Thomas Jefferson)
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Pero, el mundo no tardaría en darse cuenta de que ideas tan innovadoras e igualitarias no podían ser más que una tapadera a muchas de las reprobables acciones que llevaría a cabo la superpotencia, y que en la realidad de su día a día, estos derechos que ensalza como inalienables, sólo se aplicarían a determinados segmentos de su población, olvidando en el tintero muchas de sus promesas iniciales.
Autores como Noam Chomsky, Loic Wacquant, Eric Hobsbawn, Marvin Harris o el español Vicente Verdú, son sólo algunos de los muchos que en sus libros y ensayos se propusieron desentrañar el lado más oscuro de la política estadounidense y desenmascararla frente al resto del mundo.
En primer lugar, se hace inminente hablar de la moral que caracteriza a Norteamérica, tan diferente en muchos aspectos de la de Europa y mucho más, de los países subdesarrollados. Hablamos del archiconocido sueño americano. A propósito de seguir y conseguir este principio existencial, Estados Unidos parece haber enfocado todos los ámbitos de su política en ese aspecto.
En el ámbito de la educación, es bien sabido que el sistema estadounidense procura, ante todo, formar ciudadanos decididos y con una insuperable autoestima, que lleguen a realizar ese sueño americano, traducido en el éxito y la competencia donde sólo triunfa el más fuerte. El sistema educativo propuesto para los niños y adolescentes norteamericanos durante su enseñanza media, queda bastante alejado de amplios conocimientos, que nos parecen tan básicos, en el campo de las matemáticas, la historia o la geografía. Desde el punto de vista estadounidense, el exterior, todo lo no americano, se aprecia como una marabunta de errores que no deben imitarse, de lugares, hechos y escenarios que nunca será necesario conocer ni visitar. Según Verdú, “ninguna otra sociedad  vive tan ensimismada en su acontecimiento nacional y resta tanta importancia al curso de las otras.” En conceptos sociológicos, podría definirse como la sociedad etnocentrista por excelencia.
Para el grueso de la población de Estados Unidos, el extranjero es un ser inferior, cuya máxima realización sería parecerse a los principios que rigen la moral norteamericana, y de los que, si bien no puede prescindirse de forma natural, al menos, puede tolerarse desde la indiferencia.
Los estadounidenses no sienten la necesidad de viajar, de salir de su país, porque en él dicen tener concentrado todo lo que pueden encontrar fuera. La familia americana tan sólo desea, como los ecos del yankee go home, to go home, estar en casa lejos de los horrores que puedan encontrar o acontecer en otros lugares. (Vicente Verdú)
Pero, este deseo innato de la sociedad estadounidense por mantenerse pura y ajena a posibles contagios exteriores, respondería más bien a un sentimiento prepotente e infundado más que a otra cosa. El problema viene cuando esta creencia lleva consigo la misión de adecuar al resto del planeta a su cultura y modo de vida, cuando se acentúa que tan sólo su modelo social es el válido y todos los demás no debemos sino imitarlo.
Para ello, el gobierno estadounidense ha utilizado innumerables y reprochables artimañas a lo largo de la historia, unas de mera instrucción y otras no tan aparentemente inofensivas, grabadas a fuego en muchos rincones del mundo por  su potente sector militar.
Podemos comenzar hablando, del proceso de globalización y la implantación del neoliberalismo junto con la doctrina del libre mercado, como uno de los puntos candentes para desarrollar su casi siniestro plan.
El proceso de globalización, puede decirse que propulsado por Estados Unidos, como ya he desarrollado en otro trabajo, se nos vendió, parafraseando a Chomsky, como un gran progreso que nos llevaría a la genial senda de la interdependencia mundial. Pero, en realidad, escondía a conciencia un trasfondo no tan vehemente: el control del planeta por parte de los países más desarrollados, encabezados por Norteamérica. Bajo el lema de lo que es bueno para Estados Unidos lo es para el resto del mundo, comenzó un adoctrinamiento brutal. Se crearon organismos totalmente antidemocráticos, como el FMI o la ONU. Recordemos quién tiene derecho de veto en ésta última, quién puede impulsar o frenar totalmente las acciones de la institución.
Pero, esto no ha sido lo único que ha puesto en el centro de la diana de la ética a Estados Unidos. El intento de que el resto del planeta adopte sus hábitos de vida, ha llegado hasta nosotros de forma sutil a través de la mayoría de aquello que consumimos. No hablo sólo del Mc Donalds, de San Patricio, ni del resto de marcas,  productos o costumbres que han invadido nuestro mercado y nuestro día a día de forma abusiva.
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Pretendo referirme a continuación, a los productos televisivos y mediáticos en general que asimilamos cotidianamente. La inmensa mayoría de la música que escuchamos, por ejemplo, es estadounidense y la que no, tiende a imitar su estilo. Pero, una de las más eficaces armas de difusión norteamericanas es la propaganda mediática, tanto para el resto del mundo como para su propia población. Podemos sacar a la palestra, para ejemplificarlo, la poderosa actuación del presidente Woodrow Wilson, que consiguió hacer enloquecer de ansia belicista a una población que en principio apoyaba la paz, al comienzo de la Primera Guerra Mundial. Este programa propagandístico fue llevado a cabo con magníficos resultados por la conocida Comisión Creel, la comisión de propaganda gubernamental estadounidense.
Todas las series y programas que han invadido nuestra televisión no tienen el único objetivo de entretenernos, sino que nos están vendiendo ingeniosamente un estilo de vida que no es el nuestro y tendemos masivamente a imitar, no sé si de forma consciente o no. Pensemos en las fiestas de graduación, sin ir más lejos.
Pero, aún así, sería bastante preferible quedarse en eso que continuar con las armas de control norteamericanas bastante menos inofensivas a simple vista. Si nos vamos a la época de la guerra fría, todo el mundo conoce la fuerza militar estadounidense que usó en ese momento para dominar a la Unión Soviética. Estados Unidos logró crear un estado de equilibrio del terror para frenar al que pudo considerarse su único enemigo en la historia: el comunismo soviético. Pero, hoy en día, la inversión y la importancia que Norteamérica le dedica a su sector militar sigue siendo inmenso: en palabras de Hobsbawn, la política megalómana de Estados Unidos, a raíz de los atentados del 11 de setiembre, ha socavado, en gran medida, los pilares políticos e ideológicos de su antigua influencia hegemónica, dejando al país sin más instrumentos que una fuerza  militar realmente aterradora para consolidar la herencia del periodo posterior a la guerra fría.
Pero, dejando a un lado las innumerables pruebas de la misión estadounidense de modelar y amansar al mundo a su antojo, cabe hablar también de su panorama político interior, ese que deja en evidencia la grandeza de la que siempre ha presumido.
Palabras como pobreza, racismo o inseguridad, no dejan de estar ligadas al gigante estadounidense.
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Mientras que la mayoría de la población norteamericana cuenta con un nivel de vida considerablemente alto, y se regocijan en ese tal sueño americano, millones de personas viven en los suburbios de las grandes ciudades sumidas en la más terrible pobreza. Un alto porcentaje de esta población, se corresponde con los grupos minoritarios y étnicos, aunque en el caso de los negros por ejemplo, no representen una minoría real en número.
Wacquant establece en su libro Castigar a los pobres, la estrecha relación que guarda el sistema neoliberal estadounidense con la fortificación que ha sufrido su sistema penal. Un sistema penal encargado principalmente de someter a la población pobre a un control irremediable, acusándola de la mayoría de los actos vandálicos y delictivos y confinándola así al plano de la marginalidad permanente y del racismo, tanto social como institucional. Por otro lado, en el ámbito de las políticas sociales, el estado del bienestar para todos los ciudadanos ha sido sustituido por el trabajo mal remunerado y precario, que constituye otra de las vías de control y confinamiento de los pobres. Todo el que pretenda acceder a las ayudas sociales, debe aceptar un trabajo de este tipo. Aún así, las condiciones administrativas que deben cumplir para ello, son tan enrevesadas y a menudo contradictorias, que el estado del bienestar se traduce en un sueño imposible para un alto porcentaje de la población.
Esta situación tan delicada e injusta lleva a la mayoría de los jóvenes que ha nacido en el seno de familias pobres, muchas veces desestructuradas, a delinquir, a dejarse embarcar en un proceso de desviación del que difícilmente van ya a salir.  Y el círculo se cierra al situar precisamente a esos jóvenes en el blanco perfecto para el sistema penal. El gobierno, por lo tanto, siendo conocedor de esta situación, la perpetúa, a fin de eliminar sutilmente a la población pobre de su escenario social. Y, sabiendo que la mayoría de esta población marginal pertenece a grupos étnicos distintos al del perfecto blanco estadounidense que ha logrado alcanzar el sueño americano, no deja de ser un tipo más de racismo institucional plenamente consciente.
Pero si hablamos de este lado oscuro de la sociedad americana, necesitamos también citar a la cara que representa fielmente los principios de moralidad estadounidenses: a esos perfectos blancos, triunfadores, decididos y fieles a Dios. Para con éstos, la política estadounidense da un giro totalmente opuesto, concediéndoles todo tipo de incentivos para su crecimiento y éxito económico. Al igual que a las grandes empresas, sobre todo a las multinacionales, que juegan un papel decisivo en el proceso de globalización y en el control del mercado global, además de en pasarse por alto los derechos humanos y la ética de la que presumen.
Pero, pese a todo esto o quizá debido a todo esto, Estados Unidos está dejando poco a poco de ser la única potencia mundial, que se presenta como un modelo a imitar. Recientemente han florecido nuevas potencias económicas como China, que amenazan con estar en pie de igualdad con el gran país, y dejarlo en un segundo plano hegemónico en las próximas décadas: según los datos de 2003, mientras el indicador de aumento de la producción industrial era de menos del 0.5 por ciento en Estados Unidos y en Alemania, la economía china experimentó un incremento del 30 por ciento. (Datos extraídos de Guerra y Paz en el siglo XXI, Eric Hobsbawn)
Habrá que poner tiempo de por medio, y esperar a ver cómo continúan evolucionando las cosas en los próximos años. Pero, aún así, de lo que no cabe duda es que pase lo que pase en el futuro con Estados Unidos, su larga historia de injusticia y soberbia, tanto frente al resto del mundo como en su propio seno, no podrá borrarse ni ocultarse.
BIBLIOGRAFÍA
Manual de Sociología, Anthony Giddens
Guerra y paz en el siglo XXI, Eric Hobsbawn
El planeta americano, Vicente Verdú
Castigar a los pobres, Loic Wacquant
La sociedad norteamericana contemporánea, Marvin Harris
Cómo nos venden la moto, Noam Chomsky e Ignacio Ramonet
La aldea global, Noam Chomsky y Heinz Dieterich

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